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Ocuparse de una mesa

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Por José Andrés Rojo

redaccion@elcolombiano.com.co

La costumbre de descalificar a alguien en cuanto se le ha asignado una posición concreta en el tablero político viene de lejos. Tiene que ver con la pereza mental, con la afición a simplificar la discusión pública al reducirla a una simple batalla entre los nuestros y los otros; está empapada del más vulgar sectarismo. En 1888, Chéjov ya se lamentaba del afán de algunos por reducirlo a uno de los habituales bloques de la disputa política. “Temo a quienes buscan tendencias entre líneas y quieren verme a toda costa como liberal o conservador”, le contaba al poeta Alexéi N. Pleschéiev en una carta. “No soy liberal, conservador, monje ni indiferente”, añadía. Y se quejaba luego de que a tanto fariseísmo y a tanta necedad se hubieran sumado también los científicos, los literatos y los jóvenes

Nada nuevo bajo el sol. El año pasado se publicó Sobre literatura y vida, una selección de las cartas de Chéjov (se calcula que escribió unas 4.500) que el responsable de la edición, Jesús García Gabaldón, completó con unas cuantas opiniones del escritor ruso sobre cuestiones muy distintas, desperdigadas en entrevistas y textos de sus contemporáneos, y una ristra de sus pensamientos (“Puede que nuestro universo se encuentre en el diente de un monstruo”: ¡qué maravilla!).

Cuando quiso concretar en qué residía la grandeza de Chéjov, la escritora italiana Natalia Ginzburg escribió: “Sabe interpretar a los seres más dispares, ya se trate de perros, lobos, hombres o mujeres; a los ojos de todos ellos, el mundo puede parecer amigo o enemigo, afectuoso o terrible, pero resulta tan extraño que la mirada aventurada es, sobre todo, de asombro”.

Asombro por un mundo que siempre resulta extraño, en eso está Chéjov. En otra carta, que le escribió a una amiga que también se dedicaba a la literatura, María Vladimírovna Kiseliova, le explicaba lo que ocurría cuando uno decide ponerse a escribir: “Quien entra en la danza tiene que danzar, por más horrible que sea, está obligado a combatir su asco, a ensuciar su imaginación con la inmundicia del mundo...”. Y es que las cosas pueden asombrar por extrañas, pero también resultan difíciles, duras, implacables muchas veces. Inmundas.

Esta consideración —quien entra en la danza tiene que danzar— sirve también para los políticos. Cada cual puede tener los ideales y los proyectos y los valores que quiera, pero hay un punto donde no hay vuelta atrás y toca meter las manos en el barro, y procurar que la gestión de los problemas y desafíos vaya en la dirección que se considere la mejor posible. Ese llamamiento que está haciendo el Partido Popular a la reprobación moral del Gobierno de Sánchez resulta extemporáneo porque transmite la idea de que en política las cosas son blancas o negras. Y suelen estar enmarañadas.

Uno de los contemporáneos de Chéjov, que firmaba con el seudónimo Schiller de Taganrog, recogió en una semblanza del escritor un comentario que hizo alguna vez cuando hablaba de la creación: “Describir esto, por ejemplo, la mesa, tal cual es —añadió tras una pequeña pausa—, es mucho más difícil que escribir la historia de la cultura europea...”. Lo que a ratos inquieta de los políticos de hoy es que no se pongan de una vez con la mesa —las pensiones, la corrección de la desigualdad, la emergencia climática, los problemas territoriales— y sigan enredados en el ombligo de su particular idiosincrasia.

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