Me gusta el muñeco de Año Viejo, ese monigote que en Navidad invade los vecindarios de pueblos y ciudades. Aparece desde mediados de diciembre en los extramuros, en las plazoletas, en los solares, en las avenidas.
De pies, a un costado de la terraza, o sentado en una mecedora sobre la acera, se nos va volviendo parte del paisaje. Es grato contemplarlo, rudimentario, picaresco. A ratos parece tomarnos el pelo, a ratos parece integrarse a nuestros convites. Mientras él permanezca allí el panorama será más divertido.
Me gustan sus extremidades deformes, sus facciones bruscas, sus vestimentas disparatadas. Todos esos elementos de su apariencia, vulgares individualmente, armonizan en un conjunto sobrecogedor. Son bellos, además, porque reflejan el...