A pesar de la desigualdad alarmante y la corrupción, de la torpeza gubernamental y la evidente falta de justicia, de un sistema de salud deficiente y un modelo estatal de educación que a penas sobrevive, de la violencia misma que pocas veces nos ha da respiro; los colombianos nos autodefinimos con frecuencia como una sociedad pasiva, inmóvil para la exigencia de derechos, poco altanera para reclamar lo que nos pertenece. En comparación con otros espacios latinoamericanos, a Colombia le cuesta caminar y gritar y protestar por lo que no es y debe ser, incluso cuando nos sobran motivos para hacerlo.
La marcha por la universidad pública de la semana pasada fue justo lo contrario. Y da esperanza. Con tranquilidad, pero vehemencia, de forma pacífica...