Se empieza ya a mover el mundillo de la política electoral. Al lado o adentro, por encima o por debajo de las negociaciones de paz, nos aprestamos a entrar en trance de agitación partidista, con los candidatos que saltan a la palestra, con convenciones reales o amañadas, con campañas electorales sinceras o ficticias.
Pero a uno, que se para irremediablemente en una esquina de la vida a mirar con ojos redondos de incertidumbre y curiosidad esta extraña comedia que lo circunda, le brota de pronto la pregunta: ¿Sí tendrá nuestro país capacidad de una auténtica emoción poética? Porque después se va a hablar de abstención y mil cosas más. Pero resulta que la abstención no es simplemente no votar, sino el resultado de un inmenso cansancio político (no digamos partidista porque, mientras no se pruebe lo contrario, aquí los partidos políticos apenas sobreviven moribundos). Es un desencanto que se ha apoderado de muchos. De la juventud, sobre todo.
A los jóvenes, con las escasísimas excepciones que confirmarían la regla, les importan un pepino políticos y politiquerías. Y puede ser más preocupante de lo que se piensa, porque no solo es ignorancia o indiferencia, sino algo peor: desarraigo. Y toda pérdida de raíces es signo de decadencia en una sociedad.
Los muchachos que terminan bachillerato, muchos ya en edad de votar, oyen hablar de política como quien oye griego. Ni entienden, ni les interesa y cualquier posible inquietud al respecto la desechan como espantando moscas. La política es simplemente un tema que los separa de los viejos.
En las universidades públicas la actividad política es, a lo sumo, (o era, para ser más francos) el virus revolucionario. Que fuera de unos pocos, sinceros y preparados para ello, es, era, una simple moda. Viruela juvenil. En las universidades privadas el marasmo político de los estudiantes es aterrador. Más aún cuando, so capa de integrismo, confesionalidad o reacción de una forzada derecha contra una desdibujada izquierda, se taponan con algodones ideológicamente asépticos los posibles resquicios de inquietud.
Los políticos de oficio, los veteranos, los curtidos en la lucha, con las honrosas excepciones, no se dan por aludidos. Tan campantes siguen para adelante, sin darse cuenta de que a los mozalbetes que los circundan les falta peso en la cola. Y como ellos mismos, están ayunos de disciplina mental, de pensamiento político, de agitación de ideas.
La política no es un folclor pueblerino. Y el mundo político, ese que empieza a sentir el cosquilleo del clima electoral, se empecina en no ver que, ante los jóvenes, ese show que se repite, no es sino, como decía don Gregorio Marañón, una función de polichinelas en un teatro vacío