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Humberto Montero
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Humberto Montero

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¿Quién quiere matar a los periódicos?

Por humberto montero

hmontero@larazon.es

Una conocida tonada de los 80 aseguraba en su estribillo que el video había matado a la estrella de la radio. Pero no fue así. La televisión, con todo su brillo y boato, y el impacto de las imágenes en riguroso directo, no pudo apagar los transistores. Hoy la radio sigue siendo un medio de comunicación crucial en la inmensa mayoría de países del mundo. Lo es en Colombia, donde un buen puñado de emisoras son referencia informativa de primer nivel, y también en España, donde la gente se acuesta a las 12 de la noche con los programas deportivos y se levanta sin demasiadas horas de sueño a los hombros con la actualidad a todo trapo en los coches, camino del trabajo. También los discos compactos iban a acabar con los vinilos. De nuevo, no fue así. Por el camino se quedaron, eso sí, las cintas reproductoras o casetes que no pudieron aguantar tanta competencia y que, además, resultaban un engorro, enredadas cada dos por tres en ovillos imposibles de destejer. Hace algo menos, eran legión quienes aseguraban que los libros electrónicos enterrarían a sus homólogos de papel en las bibliotecas, como incunables a los que ya nadie recurriría. El sorpaso tampoco llegó y hoy parece más cercano el fin de los primeros bajo la supremacía del papel. Déjenme que me detenga un instante en el porqué del triunfo de la celulosa sobre los bites. El papel ofrece una experiencia diferente a los lectores. Desde el tacto suave al pasar las páginas recorriendo una historia hasta el olor de la tinta que las impregnan. Una mística que despoja por completo el fulgor lacerante de una pantalla. Un libro, además, perdura durante siglos. Nos sobrevive sin mayores contratiempos y se lega a las generaciones futuras si así lo merece la obra. Esta perdurabilidad es precisamente lo que hace del papel un elemento totémico de la información. Mientras las ondas se esfuman y las palabras radiadas se pierden –por mucho que queden registradas, alguien puede modificarlas o mutilarlas por el camino– y las imágenes televisivas son presas y víctimas de una efímera emisión igualmente manipulable en un archivo, las palabras impresas en una simple hoja son testimonios imperecederos. El papel se convierte así en un guardián del pasado y en testigo necesario de la historia humana, desde los viejos papiros egipcios hasta ahora.

Por eso, los gurús que vaticinan la muerte de los periódicos y alientan su sepultura tienen todas las papeletas –léase el guiño– para volver a errar en sus predicciones. En el mundo digital, trufado de rumores que van y vienen, de «fake news» que se borran desde las ediciones de los medios con un simple clic sin que nada en apariencia suceda, la rigurosidad de lo impreso, indeleble, inalterable, cobra hoy mayor relevancia que nunca. La Prensa escrita, así en mayúsculas, no sólo no morirá sino que se antoja un baluarte de la verdad en unos tiempos donde cualquier chismorreo es noticia y cualquier titular digital vale para conseguir un puñado de clics. Y si no funciona, se cambia, se borra o se sustituye por cualquier memez capaz de tentar por un segundo a nuestros dedos en la búsqueda de una entrada a la presunta noticia. Porque cuando un periodista escribe en un diario de prestigio sabe que su nombre y apellidos permanecerán por siempre ligados al titular y al texto que lo acompaña, y se cuida mucho de que nadie pueda reprocharle, no ya mañana sino nunca, que esa información que firmó una vez era mentira. Por eso, los diarios más prestigiosos, como «The New York Times», han decidido apostar por su cabecera en papel mientras potencian al mismo tiempo, con informaciones diferenciadas, la versión digital. Porque lo que imprime credibilidad a la versión web no es otra cosa que el papel, que se lleva con buena lógica las exclusivas que demandan sus lectores, más exclusivos también que los digitales. Por eso los ingresos por publicidad impresa en el NYT casi doblan a los que proporciona su web. Porque el papel no muere nunca. Y además sirve para envolver el pescado. Que se lo digan a los ingleses y a su fish and chips.

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