“Cualquier cosa es un camino entre multitudes de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino. Hay una pregunta que uno se debe hacer: ¿Este camino tiene un corazón? Un camino sin corazón no tiene ninguna ventaja”. Son estas palabras sabias que Don Juan compartió con el antropólogo Carlos Castañeda. Pensé en estas palabras al cumplir, hace unos días, cincuenta años. Resonaron de una manera particular, porque uno se da cuenta de lo importante que es mirar hacia adelante, más que hacia atrás, enfocándose en lo que uno quiere vivir y aportar. Siente uno la urgencia de estar enfocado, de cultivar las amistades que valen la pena, de tener las experiencias que lo alimentan a uno. Más que en el pasado, le da fastidio a uno la mediocridad, la pérdida de tiempo y de energía. Todo eso uno lo siente, no porque perciba que tenga todavía poco para vivir, sino porque se da cuenta cada vez más de lo bonito que es seguir en el camino que tiene corazón.
Esto me hizo pensar en un antiguo cuento. En un pequeño pueblo había un antiguo monasterio que servía como centro de atracción para miles de viajeros de todo el mundo. A uno de los ancianos del pueblo se le encomendó el mantenimiento. Un día, en la madrugada, un grupo de turistas se presentó en el sitio. Deambulando por el patio del monasterio, un miembro del grupo cruzó una entrada y llamó a la puerta. Fue recibido por el anciano de la aldea, quien lo invitó a tomar una taza de té. Mientras el anciano preparaba el té, el viajero miró por encima la humilde morada en la que se encontraba una habitación individual con una cama de hierro, una mesa de madera envuelta en un mantel, dos sillas de metal, una lámpara de aceite, una simple alfombra de lana y un armario en la que descansaban varios libros. Cuando el anciano regresó con el té, el viajero le preguntó: “Tiene un hogar muy modesto, señor. No hay televisor; apenas tienes muebles; no hay refrigerador, o aire acondicionado; no tienes teléfono. ¿Cómo vives así? “¿Dónde están tus posesiones?”, preguntó el anciano del pueblo a su vez. “Soy un viajero; Sólo estoy de paso”, respondió el visitante. “Todos estamos solo de paso”, respondió el anciano.
Esta observación es aguda y sabia. Pienso que viviríamos de manera más consciente si recordáramos la esencia transeúnte de nuestra vida; que el cambio constante es el ritmo de la vida. Como decía Einstein, “Me encanta viajar. Pero odio llegar”. Muchos viven pensando que han llegado, y se aferran a lo que saben y a lo que han hecho. Dejan de vivir y detienen el tiempo. Viven en un eterno presente, que los hace sentir omnipotentes y eternos. O viven siempre orientados al pasado, volviéndose su prisionero. En lugar, quienes viven como el viajero o el anciano del pueblo, están abiertos hacia el futuro; lo esperan con curiosidad y agilidad. Siguen caminando por el camino que tiene corazón.