Estación Monumentos, a las que llegan los creyentes que ven en ellos sus manifestaciones religiosas, los historiadores que buscan datos, los antropólogos que hacen análisis sociales, los evaluadores para saber cuánto valen, los arquitectos pata mirar los diseños, los ingenieros civiles que estudian las estructuras, los guías turísticos que renuevan información, los turistas que se hacen selfis, los analistas de materiales, los arqueólogos que calculan la edad de las piedras y la madera, los estudiosos de simbologías, los que venden réplicas, los fotógrafos buscando ambientes y los que no hacen nada, pero ahí están. Y es que los monumentos congregan, marcan un espacio sobre la tierra y, por su carga simbólica (en términos de Jung), representan los sueños del hombre y, sin que Jung lo diga, son la muestra de hasta dónde ha llegado una civilización con sus técnicas, herramientas y transformación de materiales.
Desde que apareció el horno y la metalurgia (en el imperio sumerio y paralelamente en otras partes), las culturas humanas han hecho representaciones de creencias y valores, fabulaciones y logros. Y el monumento, del latín Monumentum (recuerdo), se ha convertido en una memoria tangible, tocable, a la que se puede entrar o admirar para darse identidad o ejercer la tolerancia hacia el otro que ve en esa construcción un pasado y un presente. Ya, en términos de ciudades (de civitas viene civilización), la monumentalidad dice qué tan importante son. Los griegos lo tenían claro con sus acrópolis, los romanos con sus foros y sus anfiteatros, los judíos con su templo en Jerusalén, la ciudad de París con su torre Eiffel, Filadelfia con su teatro, el Vaticano con su catedral, Berlín con su Reichtag, etc. Sin grandes monumentos, una ciudad es una pobre ciudad. Y por añadidura, una ciudad sin memoria significativa.
En Medellín, el monumento más significativo es la Catedral Basílica Metropolitana. Catedral porque allí está la cátedra del obispo; basílica, por decreto del Papa (el gran basileus católico); y metropolitana porque ahí está el asiento del obispo metropolitano, que es el arzobispo. Pero no es solo un nombre, también es la historia de la ciudad (su lugar central, sus creencias) y los materiales (ladrillo cocido), los componentes del altar (el baldaquino, el presbiterio) y las torres con sus campanas alemanas; los grandes acontecimientos allí oficiados y la posición de la ciudad en el mundo católico. Si estuviera en medio de un espacio verde, sería igual a cualquiera de Europa. Pero algo pasa y ese monumento se está cayendo por la desidia de una ciudad que no solo mata su historia sino también lo que ella significa.
Acotación: En Medellín no hay mentalidad monumental, lo que habla del desprecio por la identidad. Es una ciudad con síndrome de Adán, echándose cada tanto del Paraíso y de la memoria que le corresponde. Y así ve caer lo significativo sin hacer nada. Mucho calor.