Aunque no nos demos cuenta, Colombia es un país de emigrantes. Y, más que las cifras, más que la cuantificación de los compatriotas que se han ido al exterior en busca no tanto de un mejor mañana, como de un hoy menos malo, me atrevería a decir que son sus rostros de añoranza, y que a veces aparecen en informes de televisión, los que reflejan la enfermedad honda del alma que es la emigración. Rostros conmovidos, adoloridos por la mustia resignación de las lejanías y los no-retornos y que acaban absorbidos por el anonimato en tierra extranjera, por el olvido de los desterrados.
Muchos colombianos nos columpiamos entre dos extremos, que no nos atrevemos a confesar. Por un lado, un deseo enfermizo, patólogico, de irnos, de emigrar. Por otro lado,...