Hace algunos años, al dolor desgarrador de la muerte de un suicida había que sumarle la humillación que sufría su familia, porque la Iglesia católica le negaba la entrada al cementerio y la obligaba a llevarlo al muladar, que por lo general era siempre un potrero desolado, abandonado y sucio, separado del cementerio por una tapia roñosa y “adornado” por viejas cruces de madera podrida que los deudos marcaban con el nombre de sus muertos con la esperanza de que pudieran alcanzar, a pesar de todo, la misericordia divina.
Por fortuna, desde 1983 la Iglesia cambió su posición oficial y abolió los muladares. Hoy los suicidas, sin que seguramente a ellos les importe pero sí como una gota de alivio para sus familias, tienen derecho a que sus restos reposen en los sitios adecuados para ello.
Además de la carga dolorosa que el suicidio trae consigo, con el morbo que nos caracteriza nos atribuimos el derecho de cuestionar si el suicida es muy valiente o muy cobarde, queremos saber por qué lo hizo y hasta nos atrevemos a esculcar en los rincones más íntimos de su existencia para encontrar respuestas que justifiquen una decisión que, equivocada o no, no estamos llamados a juzgar.
Según un informe del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, el suicidio es la cuarta causa de muerte violenta en nuestro país. En 2013 hubo 1.810 casos en Colombia, pero es considerado un problema de salud pública en el mundo.
Creo que las estadísticas están venidas a menos en este asunto. No es importante saber si el número de suicidios es “mucho”, “poco” o “normal”. Cada acto de suicidio es un caso individual y no permite compararlo ni estereotiparlo con datos estadísticos.
Que a un adulto se le cierre el camino hasta optar por la muerte es muy doloroso, pero encontrar registros de suicidios cometidos por niños entre los cinco y los nueve años de edad, es alarmante. Algo muy grave está pasando para que niños y jóvenes acaben con la vida que recién empiezan.
Y es que el mundo, a pesar de algunas aperturas mentales y sociales, es un lugar en el que para algunos es muy difícil encajar. Es difícil ser pobre, ser feo, ser gay, ser gordo, ser flaco, ser creyente o no creer en nada. Hay que soportar maltratos, abandonos, carencias y ausencias. Hay que sonreír, aunque sea sin ganas y levantarse como un héroe después de cada caída natural o provocada, aunque la procesión vaya por dentro, acompañada de melancolía, soledad y tristeza.
Ser exitoso y feliz parece ser una imposición social, como si los problemas no existieran ni tuvieran solución. Y buscando esos destellos de placidez obligada en los ojos de los otros, se nos pasan por alto las señales que podrían ser indicadores de intentos de suicidio: La muerte como tema recurrente, regalar sus pertenencias, manifestar sentimientos de culpabilidad y, entre muchos otros, alejarse de los amigos, por ejemplo. Estamos llamados a ser factores de esperanza, no de indiferencia.
“Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”, decimos Nietzsche y yo. Sin embargo, muchos han perdido sus razones. Abogo por un mundo más humano en el que el diálogo permanente, el apoyo, el interés, la observación y la disposición para escuchar a los demás, puedan evitar eventualmente que un tiquete de viaje sin regreso sea usado antes de tiempo.