Similar a un incontrolable virus, desde el Valle de Aburrá se expande por Antioquia el pequeño narcotráfico y los intereses de las bandas criminales invaden las subregiones. El centro del departamento está exportando a su periferia cercana el renovado interés de las organizaciones criminales de crear un mercado interno de drogas, generando enormes problemas en los pueblos y ciudades pequeñas de Antioquia.
Y la enfermedad, cuyos síntomas son muertos e inseguridad, se resiste a ceder ante las dificultes que tienen los gobiernos locales de enfrentarla. Así, los homicidios y los robos han aumentado en esos municipios que ahora hacen parte del ajedrez perverso de los narcotraficantes de la región. Las tristemente célebres “ollas de vicio” aparecen en cada esquina, como un salpullido. De hecho, la media de consumo de drogas de Antioquia triplica la nacional, de acuerdo a recientes estudios del Ministerio de Salud.
Dos semanas atrás, El Espectador reportaba el aumento en los homicidios en 2014 en los municipios del Suroeste, buena parte de ellos explicados por los enfrentamientos entre bandas criminales de Medellín que luchan entre ellas –o con los delincuentes locales- por controlar las plazas de microtráfico y las rentas de extorsión. En subregiones, particularmente más urbanas, los efectos también son visibles: desde el incremento en la violencia en Rionegro, El Carmen de Viboral y Marinilla en Oriente, hasta los flujos crecientes de habitantes de la calle que llegan desde Medellín a La Pintada y Ciudad Bolívar.
Los millonarios intereses de estos lucrativos negocios ilegales se enfrentan a los reducidos presupuestos de las alcaldías en las subregiones y la Gobernación –ninguno tiene la oportunidad de fusionar una millonaria empresa para financiar su seguridad-, acompañados de los siempre escasos agentes de policía.
A pesar de la escasez, la Gobernación de Antioquia ha liderado planes de intervención (la Unidad Antinarcóticos) sobre algunos de estas regiones, enfocando sus esfuerzos en mejorar las capacidades de investigación y la articulación de la policía, las alcaldías y la Fiscalía en el nivel local. Y aunque en municipios como Andes ya se observan los resultados positivos de esta ingeniosamente obvia –pero siempre olvidada- apuesta por enfrentar el crimen con inteligencia, faltan recursos y determinación para superar las torpes directrices nacionales sobre cómo enfrentar el micro-tráfico.
Por supuesto, la debilidad estatal en la periferia ha sido un gran obstáculo, pero la política nacional en términos de lucha contra el narcotráfico interno se ha convertido en un increíble estorbo para cualquier política local con dos pizcas de sensatez. Sobre todo, por el tonto énfasis en los resultados operativos por número de capturas sin importar si ésta conducirá o no a judicialización de miembros bajos en las cadenas del narcotráfico, que tiene nuestras cárceles a reventar, el sistema judicial colapsado y le hace poco, sino ningún daño a las organizaciones criminales.
Y mientras estas limitaciones se mantengan, las posibilidades de éxito de gobiernos locales y del Departamento en detener la expansión de la enfermedad son muy bajas. El Gobierno Nacional debe entender que los desafíos de seguridad están cambiando en el país, y que mientras no supere su obsesión con el viejo enemigo que conoce y con el que negocia en Cuba, en la casa se sigue fortaleciendo sin dificultades un temible contrincante para los próximos años.