El secretario general de la ONU, el portugués António Guterres, dijo hace unos días: “La humanidad está a solo un malentendido o un error de cálculo de una aniquilación nuclear”.
Es una frase que vale la pena remarcar y que, sea dicho de paso, me recordó un artículo mío que, apenas estrenándome como columnista del ya desaparecido periódico El Mundo, de Medellín, en 1980 bauticé “Si mañana estallase la guerra”. Era el mismo título de un escrito del científico escritor Nigel Calder, que había sido publicado diez años atrás, en 1970.
Cincuenta años después el apocalipsis está más cerca, casi inmediato. Y la pregunta es más angustiosa: ¿Es inevitable la guerra nuclear?
En aquel tiempo (aunque ahora con menos convencimiento) se hablaba de que el equilibrio de las potencias se basaba (y se sigue basando) en el recíproco poder de represalia, en la capacidad de destrucción asegurada, en el mutuo poder de disuasión.
Los combates de una guerra nuclear llevaban (y siguen llevando) a asegurar que el resultado de ella sería una mutua destrucción. Lo que, como André Neaufré también lo aseguraba, disipa cualquier aventurada ilusión acerca del desenlace del conflicto. Recuerdo que en esos años a los que estoy refiriéndome se comentaba que, en caso de producirse una ruptura, esta conduciría el enfrentamiento bélico mundial a zonas en las que se pudiera llevar a cabo una guerra convencional, pero con armamento sofisticado, perfeccionado.
Es lo que ha pasado y está pasando en Ucrania, pienso yo. Y puede pasar en Taiwán, donde China no quiere perderse el jugar a una hecatombe nuclear con Estados Unidos. Porque solo el uso de armas atómicas se tornaría inminente si llegaren a verse afectadas las llamadas zonas de disuasión nuclear (Estados Unidos, Rusia, la Otan o China).
La Guerra Fría, con la cual y dentro de la cual hemos vivido desde que asomó el peligro del apocalipsis nuclear, ha sido y sigue siendo la generada por el mutuo poder de disuasión ya anotado. Es como si, desde Hiroshima y Nagasaki, la humanidad (¿la Humanidad?) nos hubiera advertido: mátense cuando quieran, cuantas veces quieran, pero no se maten con armas atómicas. Ármense hasta los dientes, pero no lancen una bomba atómica, porque nos vamos a morir todos.
El 1.º de enero de ese 1980 mencionado al empezar este artículo, Juan Pablo II (san Juan Pablo II) daba una cifra en una alocución: “Bastarían 200 de las 50.000 bombas nucleares que se estima hay hoy para destruir la mayor parte de las ciudades del mundo”.
Y añadía: “Recientemente he recibido de algunos científicos una previsión sintética de las consecuencias inmediatas y terribles de una guerra nuclear. He aquí las principales: La muerte por acción directa o retardada de las explosiones, de una población que podría oscilar entre 50 y 200 millones de personas. Una reducción drástica de recursos alimenticios causados por la radioactividad residual en una amplia extensión de tierras utilizables para la agricultura [...]”.
Si Dios nos da vida, o si no nos la quita la confrontación atómica que puede estallar en el minuto más inesperado y que cada vez parece más acosadora, volveremos sobre el tema en el siguiente artículo