Hace cuatro años escribí esta columna que ahora, con la venia del lector, reproduzco retocada y recortada. Creo que sigue vigente. Para mi al menos.
Nos encastillábamos en una juventud rebelde, inconforme. No creíamos en nadie. Era una forma de soledad. Esa soledad juvenil que uno no descubre hasta que se topa de bruces con la otra definitiva e inapelable soledad de la vida, la que origina el no haber sido lo se quiso ser, haberse quedado solo en proyecto, tener las manos vacías.
El mundo estaba mal hecho. Todo nos dolía. Pero al mismo tiempo sonaban a hueco los grandes principios, los grandes conceptos, los grandes ideales. Eran retórica que no nos llegaba. Voces en falsete. Chillidos mentirosos. Volteábamos la cara para soñar en el vacío. Buscábamos...