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Lo que importa es la belleza. Timbuktú, de A. Sissako
Crítico

Samuel Castro

Publicado

Lo que importa es la belleza. Timbuktú, de A. Sissako

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Puede que no haya peor adjetivo para una película que “importante”. Porque desde que somos chiquitos las cosas importantes son las que hacemos por obligación. Así que lo primero es no hacerles caso a los que promocionan a “Timbuktú” como una película importante. Aunque lo sea. Porque es más antojador decir que es una película reflexiva (si es de los que va con afán al cine, mejor escoja otro título), que es una cinta bellamente filmada (ustedes tampoco olvidarán un plano general, aéreo, donde dos hombres, en orillas opuestas, entran y salen del agua como quien entra o sale de la vida), que Abderrahmane Sissako, su director, ha logrado hacer una denuncia sin que su propuesta caiga nunca en el marasmo del panfleto y cuidándose de presentar a todos sus personajes, incluso a los fanáticos que aquí ocupan el papel de “los villanos”, como seres humanos. En el comienzo es la inocencia. Una gacela joven corre perseguida por un grupo de hombres que le disparan. Alguno de ellos grita: “no la mates, cánsala” y ese alarido podría resumir lo que veremos a continuación. Porque estos tipos, miembros del Estado Islámico, se toman la antigua ciudad de Timbuktú, no para ejecutar una masacre sino para aniquilar los espíritus de los ciudadanos. No tienen que hacerlos correr, como con la gacela. Basta con que les quiten su libertad prohibiéndoles llevar pantalones más largos de lo que ellos quieren, obligando a las mujeres a que usen guantes incluso para vender pescado, proscribiendo el juego de fútbol y la música. Sin libertad, el cansancio es lo único que se respira en la ciudad.

Aunque el guión nos lleva y nos trae a través de una serie de vidas mostradas en distintos momentos, podríamos decir que la historia de Kidane, el pastor de reses, es el episodio central de la narración. Su caso judicial es el que nos permite verificar las contradicciones de unos fanáticos (Sissako hace muy bien en diferenciarlos de los musulmanes de a pie, enfrentándolos con el imán del lugar en unos diálogos donde se verifica su pobreza de razonamiento y su doble moral) que ni siquiera se interesan por hablar correctamente el idioma de sus “protegidos” y que interpretan el Corán a su acomodo. En cierto momento vemos una reunión de amigos que cantan con la ayuda de una guitarra, en la sala de una casa. La que canta tiene una voz tan hermosa que aunque no entendamos la que dice nos conmueve. Vemos entonces las siluetas de unos hombres que vigilan caminando sobre los techos, para que nadie cante, para que nadie disfrute de la vida ni pueda amarse. Sólo entonces entendemos la magnitud de la tragedia que se cierne sobre los territorios donde hoy el fanatismo gobierna. Y esa comprensión es importante, claro. Pero importa, sobre todo, porque es producto de la belleza.

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