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Los banderines blancos que plantaron esta semana, a borde de carretera, los habitantes de Tarazá, Cáceres y Caucasia, para pedir el respeto de los grupos armados ilegales, no son más que la exigencia de respeto a la población civil en medio de una guerra prolongada de la que solo han derivado muerte, saqueos y desplazamientos.
Hoy la confrontación es entre los Caparrapos, el Clan del Golfo y el Eln, pero se trata de un territorio azotado por múltiples factores de ilegalidad presentes a lo largo de los últimos 20 años. O más. Las comunidades ribereñas del río Cauca están cansadas de la presión de los grupos armados organizados (GAO) en su lucha por cultivos de coca y la minería ilegal.
En las recientes movilizaciones hay que valorar los esfuerzos organizativos que buscan poner por fuera de la confrontación a los no combatientes: niños, amas de casa, trabajadores del comercio, formal e informal, y un sinnúmero de personas que vive de las actividades en torno a esa gran autopista al norte del país que es la Troncal.
Aunque la presión ejercida por las autoridades ha logrado desmontar parte de las estructuras criminales en esa región de Antioquia, con un caos delincuencial que se refleja en ataques indiscriminados, la vida del Bajo Cauca y del Nordeste antioqueño no logra recuperar la normalidad.
Estas manifestaciones recientes de la población civil no solo contienen un poderoso y firme reclamo al Estado para que ejerza control en los territorios, sino que marcan la evolución de la integración comunitaria en procura de que se respeten sus derechos. La gente del Bajo Cauca y del Nordeste no quiere que se le estigmatice más en torno a las economías ilegales y los grupos que perviven alrededor.
En los últimos días los lugareños han pegado y clavado, en lugares públicos y en la carretera, mensajes que reflejan su rechazo a las hostilidades de los llamados GAO. Estas organizaciones son responsables de asesinatos selectivos, desplazamientos, expropiaciones y confinamientos que ya rebasan el “aguante” de las comunidades y su sobrevivencia en medio de condiciones tan adversas e inhumanas.
En los banderines a bordo de carretera, y en los llamados recientes, está contenido un hondo discurso social que demanda del Estado su capacidad de proveer garantías de orden público, pero también de inversión social y perspectivas de gobierno. El Norte, el Bajo Cauca y el Nordeste de Antioquia no pueden representar más regiones de ingobernabilidad y violencia.
Las protestas sociales recientes, pacíficas y sencillas, en los alrededores de una vía de tráfico nacional, deben mover y llamar la atención de la dirigencia departamental y central en torno a causas sensibles como la vida, la movilidad y el comercio en un área estratégica de Antioquia.
Las autoridades departamentales han movilizado un notorio pie de fuerza policial y militar en la región, pero no habrá suficiencia posible si no se despliegan y ponen en marcha recursos sociales que permitan un cambio en las conductas ciudadanas.
En Tarazá, por ejemplo, el comercio reabre sus puertas a pesar de las amenazas, pero ese será un esfuerzo aislado si no recibe el respaldo cierto y presente de la Fuerza Pública y de las entidades de gobierno. Estar bajo la amenaza permanente de los ilegales, como en Cáceres, que se queda solo, poco a poco, nos dice que hay mucho por hacer.