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Los abogados, y en general los constitucionalistas, puede que lo tengan claro, pero a una muy gruesa porción del país le queda la duda de si los tribunales siguen incurriendo en aquello de “sacrificar un mundo por pulir un verso”: es decir, si en vez de un sistema de contrapesos, es más bien propio de un sistema de fetichismo legal tumbar una ley tributaria por motivo de que en su trámite legislativo en el Congreso se cometieron fallas de procedimiento.
La perplejidad se entiende, pero por eso mismo la reacción del Gobierno, y en concreto del presidente Duque, fue muy sensata. Además, del comunicado de la Corte Constitucional (no hay texto de sentencia aún) se desprenden elementos de juicio que llevan a concluir que no se trató de simples formalismos, sino de objeciones constitucionales de mayor calado.
La Corte Constitucional determinó lo siguiente: que el trámite de esa ley de financiamiento no cumplió con la publicidad necesaria para que el Congreso, como legislador, emitiera su consentimiento en la aprobación de una ley de alto contenido tributario, que requiere amplias garantías democráticas (“no hay tributo sin representación”); que hubo elusión del debate parlamentario, por el hecho de que la Cámara de Representantes se plegó a lo que había aprobado el Senado sin conocer previamente lo aprobado por este; y que los vicios durante el mecanismo de conciliación, condujeron a que no se produjera el último debate requerido para la aprobación de este tipo de leyes. Y por ello, dice la Corte, se desconoció el esquema parlamentario bicameral instituido en la Constitución de 1991, y se violó el principio democrático al no haber existido una “deliberación racional de la ley, no se respetó el pluralismo, ni los derechos de las minorías y no se garantizó el control ciudadano”.
Ahí está el debate jurídico. Paralelo y solo hasta cierto punto separable, van las consideraciones de los efectos económicos. Fue importante que la Corte modulara su fallo y difiriera el plazo hasta finales del año para que este entre en vigencia, con lo cual el recaudo tributario, por ahora, no se resiente.
Aunque los daños inmediatos se amortigüen, sí van a darse efectos de mediano plazo. El más grave es la credibilidad en la política económica del gobierno, que pierde uno de sus pilares, la sostenibilidad de las finanzas públicas. Aunque, si se expide rápidamente una nueva reforma, se recomponen las cosas y quedan en vigor el régimen simple de tributación, la rebaja de los impuestos a las empresas y los tributos como el impuesto al patrimonio, consumo del 2% a inmuebles de más de $918 millones, el IVA plurifásico a cerveza y gaseosas y la sobretasa al sector financiero. Pero quedará la duda en los inversionistas para emprender algún proyecto. La incertidumbre jurídica llena de temor a quien quiera comprometer su capital en alguno de ellos.
Una caída en la inversión no es una buena noticia en un momento en que escasean las fuentes de crecimiento. Como es conocido, la demanda externa por el producto colombiano no despega. Es previsible que el crecimiento de la economía se resienta, cuando en 2019 Colombia era de los pocos países de América Latina con un relativamente buen desempeño en ese frente.
Los congresistas tienen una responsabilidad enorme. No es hora de chantajes al Gobierno ni de pulsos de poder para buscar beneficios particulares, en momentos en que la economía nacional puede sufrir un serio colapso por falta de un régimen tributario actualizado. Los plazos corren, el tiempo apremia: deben aprobar la nueva ley. Tienen que enmendar tanto yerro en su oficio -los vicios de trámite fueron del Legislativo- y mostrar sentido de responsabilidad y altura de miras.