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Aún no se borraba de la memoria colectiva el recuerdo de uno de los episodios criminales más crueles y dolorosos en muchos años (el asesinato, en condiciones de absoluta indefensión y vulnerabilidad, de cuatro menores de edad en Florencia, Caquetá, el pasado 4 de febrero), cuando el país asiste perplejo a la noticia de la fuga del principal acusado del crimen, y de su posterior recaptura por parte de la Dijín de la Policía.
A un país cuya sociedad ha sido no tanto espectadora como víctima de multiplicidad de delitos aberrantes, la muerte violenta de cuatro infantes en tales condiciones de abyección criminal logró sacarla por un momento de su habituación al homicidio y hacerla reaccionar. Desde el Presidente de la República hasta el Director de la Policía Nacional, pasando por el Fiscal general de la Nación, la acción del Estado logró en corto tiempo desentrañar el modus operandi de los asesinos, sus inductores e instrumentos, y darles pronta captura.
La Fiscalía, contando para ello con el acopio probatorio de la policía judicial y los investigadores de los órganos de seguridad, presentó evidencias que indicaban que Cristopher Chávez Cuéllar era el autor material del múltiple homicidio. Los elementos de prueba fueron suficientes para que un juez de garantías lo enviara a prisión.
Funcionaba hasta ese momento el engranaje penal del Estado, que no se reduce solo a policías, fiscales y jueces. Se extiende, y vaya de qué forma, al sistema penitenciario, que debe asegurar el resguardo de estas personas involucradas en delitos de tal gravedad, mientras los procesos penales se surten y fiscales y jueces cumplen con su papel y perfeccionan la acusación y determinan la condena.
Pero algo falló de forma grave en la cárcel Las Heliconias, de Florencia, considerada de mediana seguridad. Chávez Cuéllar, quien según las autoridades responde al alias de “el Desalmado”, cruzó puertas blindadas, atravesó patios y salió a la calle por alguna parte. Todo aprovechando un corte de energía, dicen que por una tormenta eléctrica.
Ni el director de la Policía Nacional, general Rodolfo Palomino, ni el propio ministro de Justicia -y por ende, responsable último del Inpec-, Yesid Reyes, tuvieron duda alguna: una fuga así solo puede ser producto de la corrupción de los encargados de la vigilancia y custodia del detenido.
Le asiste razón al general Palomino y de ello se percata la opinión pública: la Policía cumple su función una y otra vez, rastrea las huellas del delito y captura a los delincuentes. Lo que sigue corresponde al poder judicial y al Inpec.
El Instituto Penitenciario y Carcelario, por muchos motivos, es la parte de ese engranaje penal que mayores problemas presenta, al punto de que se ha pensado liquidarlo y traspasar sus competencias a un organismo nuevo. Pero recientemente el Presidente de la República ha dicho que las instituciones no se deben liquidar, sino reformar.
Eso sí, todo hay que decirlo, no fue el Inpec el responsable de que “el Desalmado” haya pagado solo 10 años de una condena anterior de 40 por homicidio y violación.
Lo cierto es que queda de manifiesto, otra vez, que ni los cinco ministros de Justicia que ha tenido este gobierno, ni los del anterior ni los de más atrás hasta hace por lo menos 25 años, han sabido qué hacer con la política penitenciaria ni con la entidad que debe administrarla y ejecutarla. Por donde se mire, a la maquinaria judicial y penitenciaria le saltan las tuercas y el desajuste se teme irreparable.