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La capacidad de daño y presión de los aviones de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC) se mostró contundente al terminar la semana: en dos bombardeos, las tropas oficiales infligieron 33 bajas a la guerrilla. En Cuba, las Farc anunciaron que daban por terminada la tregua unilateral que habían ordenado a sus frentes desde el 20 de diciembre pasado, y que era indefinida. Un cese el fuego que ya estaba cuestionado desde que mataron a 10 soldados en Buenos Aires, Cauca, al atacar una base montada bajo el techo de una unidad deportiva.
Hace varias semanas que los jefes guerrilleros advertían en los pronunciamientos las limitaciones que tenía, en su perspectiva, frenar las hostilidades de sus hombres mientras que las Fuerzas Armadas continuaban con las operaciones contrainsurgentes. Pero, entre tanto, el grueso de la opinión pública demandaba del presidente Juan Manuel Santos golpes contundentes contra una guerrilla que mientras dialogaba volaba puentes y acueductos, instalaba minas terrestres y emboscaba convoyes de las tropas oficiales.
La iniciativa unilateral de tregua de la subversión, sin exigir contraprestaciones, abrió pequeñas ventanas entre analistas y sectores de opinión, y dentro del mismo Gobierno, para que se consideraran medidas graduales tendientes a “desescalar la confrontación”. Entonces, muy a disgusto de la oposición y abriendo interrogantes entre los altos mandos militares, el presidente tomó la decisión de suspender los bombardeos aéreos contra los frentes guerrilleros.
La tregua de las Farc resultó porosa. Se denunciaron ataques a escuadras del Ejército, el uso de francotiradores y el país se siguió lamentando este año de las muertes y las heridas a una decena de víctimas, entre civiles y militares, debido a las “minas quiebrapatas” en zonas de habitual presencia de las Farc. Pero quizás el episodio que revivió la indignación nacional, por sentir traicionada la confianza, y por la sevicia misma de la emboscada, fue el del 15 de abril pasado en la vereda La Esperanza, en Cauca.
Es necesario ahondar en el episodio, porque fue el que obligó un día después al presidente Santos a reactivar los bombardeos, los mismos que esta semana dejan un resultado de 33 guerrilleros muertos que no es de celebrar desde el punto de vista de proteger la vida humana, pero que era previsible en el retorno del uso de un componente militar de alta tecnología y eficacia, clave en la lucha contra los grupos armados ilegales en los últimos años.
Ahora las Farc, formal y oficialmente, dicen suspender una tregua unilateral que, aunque había traído una disminución de sus ataques, ya habían violado con la matanza de los 10 soldados. Ello en el contexto muy claro de que el Gobierno se ha resistido a aceptar una tregua bilateral, tanto por los principios rectores que definió desde el inicio de la negociación en La Habana, en noviembre de 2012 (dialogar en medio de la guerra), como por el mandato constitucional que recae sobre las Fuerzas Armadas de garantizar el control del territorio, la seguridad nacional y la protección de los ciudadanos.
Que las Farc den por terminada su tregua preocupa a las comunidades de las zonas más golpeadas por el conflicto, y debe mover a las Fuerzas Militares a redoblar esfuerzos para proteger a los civiles. Pero antes que buscar nuevas y frágiles fórmulas de ceses de fuegos, y sin alterar las coordenadas y el rumbo del diálogo, hoy más que nunca la tensión y la presión militar en Colombia deben conducir a que se agilice la concreción final de los acuerdos. La definitiva y más perfecta tregua será la que traiga la terminación exitosa de las negociaciones.