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En la carta que el Secretario de Estado vaticano, cardenal Pietro Parolin, envió a la Conferencia Episcopal de Colombia en nombre del Papa Francisco, la Santa Sede declara estar “consciente de la importancia vital del momento presente en el que, con esfuerzo renovado y movidos por la esperanza, (los colombianos) están buscando construir una sociedad más justa y fraterna: una sociedad en paz”.
Y al final de ella, el jefe de la diplomacia vaticana menciona la voluntad del Papa de “poder encontrarlos pronto, durante uno de sus viajes a América Latina, para llevarles personalmente el mensaje de paz de Cristo”.
Toda la carta está llena de reflexiones sobre la paz, la necesidad de la concordia entre las personas y, hasta en cinco ocasiones dejándolo expresamente anotado, en la necesidad inaplazable de justicia.
El actual Pontífice tiene muchos motivos para conocer bien la dolorosa realidad colombiana, marcada por el conflicto, la violencia, el terrorismo y una terrible ausencia de justicia, entendida ésta en todas las formas en que la definen la filosofía, el derecho, la teología y la economía.
Así como Juan Pablo II vino a decirlo con claridad meridiana en 1986 a un país azotado por las guerrillas (aún humeaba el Palacio de Justicia atacado por el M-19) y el narcotráfico, donde la desigualdad social hizo derramar lágrimas al líder del catolicismo, ahora podrá remarcarlo también el Papa argentino, cuya franqueza al transmitir el mensaje de la fe que representa resulta tan necesaria no solo para la grey católica.
El Papa reúne la doble condición de Jefe de Estado y de líder espiritual. Y en esa doble condición vendrá al país, sea la fecha que escoja. Es inevitable, por supuesto, que su visita pastoral tenga consecuencias políticas. No hay que hacer grandes aspavientos por eso. Los grandes Pontífices han sido anunciadores del Evangelio pero, en paralelo, formidables políticos. Tienen a su servicio una de las diplomacias más profesionales del planeta, y una inigualable fuente de información en miles de parroquias que día a día padecen el sufrimiento humano.
Sin duda alguna, como ya lo ha hecho, el gobierno intentará rentabilizar políticamente la visita papal. Le dará carácter legitimador, pues en diversos ámbitos ya viene dando por hecho de que se firmará un acuerdo con las Farc. El ministro del Interior, Juan Fernando Cristo dijo el pasado febrero que “el país no entendería una paz que se vaya más allá de 2015”. Más realista, el representante en Colombia de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Todd Howland, dijo a EL COLOMBIANO, hace apenas tres semanas, que los diálogos de paz se extenderán por lo menos dos años más.
En todo caso, el Papa Francisco tiene mucho qué decir en un país como el nuestro, al que un estudio de 2013 del Pew Research Center clasificaba como el tercero con más católicos de Latinoamérica. Durante su visita, algunos atenderán su mensaje cristiano, con el sustrato profundamente moral que tienen sus palabras, en tanto otros estarán más atentos a posibles mensajes en clave política.
Las mismas Farc, que desatienden de plano el mensaje evangélico y la defensa del valor de la vida -no es sino mirar su historial- deben valorar por lo menos con respeto la posición de la Iglesia y sus sacerdotes como líderes sociales.
Bienvenido sea el Sumo Pontífice, y cómo caerán de bien sus palabras sobre la justicia, la dignidad humana, la reparación a las víctimas, el derecho a la verdad y tantos otros principios olvidados en celebraciones anticipadas de un bien tan anhelado que aún no se vislumbra, la paz.