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Los accidentes aéreos, sobre todo los de la aviación comercial de pasajeros, siempre producen alarma y confusión. Si el ingenio del hombre logró crear aparatos que vencieran todos los límites de la imaginación para alcanzar uno de los sueños eternos de la Humanidad, que esos formidables mecanismos se estrellen es motivo de frustración y dilema permanente no solo para ingenieros aeronáuticos y pilotos.
El siniestro en los Alpes franceses del Airbus A320 de Germanwings, que hacía la ruta Barcelona-Dusseldorf y que costó la vida a 150 personas causó, además del dolor explicable, perplejidad desde el primer momento, puesto que no había motivos técnicos que objetar de la rigurosa aerolínea Lufthansa ni, a primera vista, de los pilotos.
Todo cambió drásticamente ayer con la seca declaración del fiscal de Marsella, Brice Robin, a cargo de la investigación: el copiloto, el alemán Andreas Lubitz, echó intencionalmente el avión a tierra. La opinión pública europea entró en choque, y para las familias de las víctimas, al dolor por la muerte súbita, se suma la indignación por lo que parece ser un crimen inexplicable.
Aunque los diarios alemanes reseñan episodios depresivos del joven copiloto Lubitz en 2009, su supuesto dolo, llevando a la muerte a otras 149 personas, plantea inevitables preguntas sobre las razones por las cuales tomó una decisión de semejante alcance.
El impacto de un hecho de tal naturaleza debe servir, aparte de las revisiones de protocolos y de las experiencias de las que deba tomarse nota, para mirar cifras. Que uno de los pilotos estrelle deliberadamente una aeronave es atípico y completamente anormal. Ayer los especialistas recordaban cinco antecedentes confirmados en las últimas cuatro décadas (frente a lo cual hay que decir que en 2013 hubo 36,4 millones de vuelos). Igualmente, según datos oficiales de la Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA), los accidentes son uno por cada 2,4 millones de vuelos (dato de 2013).
Y completamente menor en comparación con las víctimas mortales por accidentes de tráfico terrestre en el mundo: casi 3.500 al día, según la Global Road Safety Partnership (de la cual hacen parte, entre otras, la Cruz Roja Internacional). En el caso del tren, la European Railway Agency (ERA) tiene cifras de seguridad altas, equiparables a las de la aviación comercial, obviamente mucho mejores que las del transporte terrestre: tres veces más seguro que los buses y cuatro más que los automóviles.
No hay que apresurarse respecto del fondo de un acto humano individual que enluta al menos 18 países y la aviación comercial del mundo. Pero estas acciones, calificadas de imprevisibles e inevitables por parte de algunos expertos, obligan a replantear otros aspectos de la ya de por sí exigente seguridad aérea, en especial los referidos al control de las tripulaciones, su salud sicológica y sus vínculos y entornos sociales. Nada puede quedar relegado estrictamente a las actuaciones en vuelo y en cabina, sino que el historial de pilotos y tripulaciones merece un estricto seguimiento.
El piloto Lubitz apenas tenía 28 años. Se había formado en la escuela de la prestigiosa aerolínea Lufthansa, cuyo presidente, Carsten Spohr, esgrimió ayer los antecedentes de profesionalismo de quien pasó a ser el eje de las investigaciones de un “accidente” que, como lo describió la canciller alemana Ángela Merkel, cobró una “dimensión casi inimaginable”..