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Sobre un proyecto de lectura

26 de abril de 2015
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Cuando tenía trece años mis padres me mandaron a un internado. A pesar de que siempre he tenido las características de alguien extrovertido, soy más bien reservada. Lo tomé como una etapa más en mi vida, como un paso que tenía que dar y por eso agradezco infinitamente a mis padres, pues ese paso para ayudarme a hacer más independiente no fue fácil para ninguno de nosotros.

Los primeros meses fueron de los más duros de mi vida. En ese momento no me daba cuenta de que lo hacía pero yo comencé a refugiarme en libros. Al final del bachillerato me gradué con honores, pero ese primer semestre a mi madre la llamaron para decirle que si no subía las notas no podría seguir en ese colegio. No era nada más cosa de adaptarse y aprender un sentido de responsabilidad, sino que como estaba en Estados Unidos y no hablaba tan bien el inglés, había cosas que no entendía.

Los fines de semana me acurrucaba en el cuarto que compartía con tres niñas, entre ellas una coreana que debo reconocer que la pasó peor que yo y con quien al principio hablábamos con el lenguaje de señas más extraño que se haya inventado. Mientras ella se sumergía en un libro con símbolos incomprensibles para mí, yo devoraba libros de V. C. Andrews y de Sydney Sheldon. En la clase de literatura en inglés comenzamos a leer La Odisea, cuyos versos por supuesto habrían podido estar en griego antiguo, tomando en cuenta mi manejo del idioma. Pero un día, después de las primeras tareas, el profesor se paró frente a la clase con el libro y empezó a leer en voz alta. Leía, explicaba, escenificaba, haciendo de su voz un gran teatro. Fue como una pieza de Chopin, de un solo instrumento salía toda una orquesta. La Odisea siempre fue para mí un cuento lleno de aventuras y peligros, acción, un mundo entero. Jamás pensé “henos aquí escuchando sobre la gran cuna de la literatura universal”. Yo solo me angustiaba por Odiseo y cómo los dioses lo ayudaban, Helena de Troya y soñaba imaginando cómo sería aquella gran belleza.

Luego vinieron los puntos extra por memorizar poemas. Puntos que yo necesitaba. Memorizamos poemas de Robert Frost, de Rudyard Kipling, de Shakespeare, leímos Romeo y Julieta, mientras escribíamos en un diario, y en ese diario más que contar mi vida yo me inventaba una distinta. Ya era escritora y no lo sabía, porque mi diario era sobre mi vida, pero narrando hechos ficticios, la vida de gente que jamás imaginé. Sueños que yo contaba como si fueran producto de mi memoria. Y nunca sentí que mentía, porque los sentimientos, las emociones eran más verdad que cualquier invento que narraran los hechos.

No dejé de leer las novelas baratas que compraba cuando nos llevaban de paseo al centro comercial, o que agarraba en los aeropuertos cuando regresaba a casa. No dejé de leerlas en mi cuarto comiendo chocolate. Así mi biografía lectora se fue armando de una especie de pacto extraño entre literatura, de la que los críticos y entendidos considerarían de la peor calidad, y los clásicos más profundos. Sin darme cuenta yo estaba elaborando las bases de lo que intento construir como el gran edificio de mi vida.

Hoy, veinte años más tarde, a veces me encuentro añorando esos momentos. A veces la lectora que soy hoy se pierde, pero me gusta recordar de dónde vino ese camino, lo que me ayudó a recorrer y las puertas que abrió. Mi proyecto es fomentar la lectura como herramienta de pensamiento crítico. La lectura es la piedra angular de la educación, es lo que nos permite forjar nuestro mundo interior y nuestra capacidad de razonar, de analizar ideas, de entender lo que nos rodea. La educación no es almacenamiento de información, sino que es entendimiento, comprensión y evolución en todos los aspectos. Y en cada uno de ellos la lectura es clave. Los libros son ventanas y espejos, imagínense un mundo sin esos dos elementos. ¡Qué cerrado! ¡Qué oscuro! Yo no pienso hacer a la gente buena con libros, yo simplemente quiero compartir esta herramienta, espejos y ventanas volcados en historias, en letras, en páginas.

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