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Decir groserías reduce el dolor

Antes se pensaba lque maldecir agudizaba el dolor, hoy la evidencia apunta a que puede ayudar a mitigarlo.

  • ilustración Esteban parís
    ilustración Esteban parís
12 de febrero de 2018
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Al golpearse el pulgar con un martillo, para muchos se hace muy difícil no maldecir. Esta sensación lo toma por sorpresa sin darle tiempo para respirar, solo para gritar una palabrota.

El dolor es un mal necesario, del que dependemos para vivir y aunque los científicos conocen bien la bioquímica de cómo las señales del dolor se envían al cerebro, lo que no se ha explorado con amplitud es la respuesta común al dolor. Por ejemplo maldecir al sentirlo.

El ganador del Ig Nobel por su inusual publicación ‘Los beneficios escondidos de ser malo’, Richard Stephens, ha explorado esta la relación.

En este libro el profesor de psicología en la Universidad de Keele en el Reino Unido recoge sus investigaciones científicas y sugiere que entre los beneficios de maldecir está la clave para la cohesión social dentro de un grupo y que, además, decir malas palabras ayuda a lidiar con la agonía física.

Antes se pensaba que el dolor era un fenómeno biológico, pero hoy se sabe que este es psicológico y subjetivo. Según dice el neurocientífico español y autor del libro ‘Permiso para quejarse’, Jordi Montero, el dolor no es una relación simple entre la intensidad de un estímulo y la gravedad de su respuesta. Las circunstancias, su personalidad, su estado de ánimo, incluso la experiencia de un dolor anterior afectan la forma en que experimentamos un daño físico.

Lo positivo de maldecir

Dos de los artículos científicos de Stephenes relatan los experimentos que lo llevaron a sugerir que maldecir aumenta la frecuencia cardíaca y la tolerancia al dolor, en comparación con no hacerlo.

Antes algunos psicólogos creían que maldecir en realidad empeoraría el dolor gracias a una distorsión cognitiva conocida como pensamiento catastrofista. Esta es la tendencia a percibir o ver catástrofes hasta en la más mínima situación negativa.

Por eso Stephens quiso probarlo. Para esto persuadió a 67 de sus estudiantes de pregrado para que metieran las manos en agua helada durante todo el tiempo que pudieran soportar; una mientras maldecían y otra en la que no lo hacían.

Resultó que, cuando estaban maldiciendo, los voluntarios podían mantener las manos en el agua casi un 50 % más que cuando no insultaban.

Los experimentos con agua helada de Stephens demostraron que maldecir realmente cambiaba los niveles de excitación de los voluntarios aumentando su frecuencia cardíaca.

Además, otro de sus trabajos abordados en el libro y que ha sido publicado en The Journal of pain, la revista oficial de la Sociedad Americana del dolor, arroja que entre mayor sea la frecuencia en la que se usan malas palabras, menor era el beneficio para la tolerancia al dolor.

Es decir, hay un habituación aparente relacionada con la frecuencia con la que se maldice a diario y el efecto analgésico se vuelve menos potente para los usuarios habituales de estas palabras: “el uso excesivo de malas palabras en situaciones cotidianas disminuye su efectividad como una intervención a corto plazo para reducir el dolor”.

Al parecer, ni todas las malas palabras desatan la respuesta emocional que la tolerancia al dolor requiere, ni funciona igual si usted usa malas palabras con frecuencia.

50%
más tolerancia del dolor presentaban los participantes de uno de los estudios de Stephens cuando maldecían.

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