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¿Qué hace un paisa en el Polo Sur?

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15 de junio de 2016
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Dicen que los paisas están por todas partes. Que se regaron por el mundo en busca de nuevos horizontes y que están comprando y vendiendo mercancías exóticas a miles de kilómetros de casa. Dicen que los paisas nunca se varan, que tienen verbo de culebrero y que son capaces de montar un restaurante antioqueño hasta en la mitad del Sahara.

Pero también dicen que los paisas son exagerados y que echan mucho cuento; y la gente advierte que les crean sólo la mitad de lo que dicen. Lo que no es puro cuento ni exageraciones es que los paisas están hasta en el mismísimo Polo Sur.

Cuando el profesor de biología de la Universidad de Antioquia, Mario Londoño, llegó a la Antártida a bordo de un avión Hércules de la Fuerza Aérea de Chile casi se “desgañota” el cuello. Aunque las ventanas de la aeronave no son perpendiculares a los asientos sino que quedan de espaldas al pasajero, Mario no era capaz de dejar de mirar a través de ella.

Solo descansó un poco cuando vio los primeros glaciares irrumpiendo en el azul profundo del océano Pacífico. Entonces se dio cuenta de que en los 20 días que estaría en el continente helado, como parte de la segunda Expedición Colombia en la Antártida, no vería más colores: en el sur del planeta todo es gris, blanco y azul.

La Antártida: detalles de la tercera expedición colombiana

El 15 de febrero fue un día soleado de “verano” en la isla Rey Jorge, la tierra más norte de la Antártida. La temperatura alcanzaba los dos grados centígrados y tanto Mario como sus compañeras de expedición, las profesoras Mónica Zambrano y Lizette Quan, tuvieron que sacar las gafas oscuras para no enceguecerse con el reflejo del sol en la nieve en cuanto se bajaron del Hércules.

La Base Aérea Teniente Rodolfo Marsh es un aeropuerto chileno desde donde salen uno o dos vuelos diarios en la temporada de verano, dependiendo del clima. A veces pasan días, incluso semanas, sin que llegue o salga ningún vuelo, porque la nieve limita la visibilidad e impide el aterrizaje de los aviones.

De hecho, los tres científicos tuvieron que esperar varios días en Punta Arenas -una ciudad en la Patagonia chilena- a que el clima mejorara y las autoridades dieran el visto bueno para la salida del avión, que tardó tres horas en llegar a la Península Antártica.

Del aeropuerto a la base científica Profesor Julio Escudero, en cambio, sólo tardaron diez minutos a pie. El camino está señalizado con postes de dos metros de alto y pintados de distintos colores que sirven, además, para advertir la cantidad de nieve que cubre el suelo de la isla. A veces, recuerda Mario, la nieve le llegaba hasta las rodillas. Y eso que era verano.

La base Profesor Julio Escudero es un conjunto de contenedores adecuados como viviendas, laboratorios, bodegas y cocinas que reposan sobre una de las pocas áreas de la isla desprovistas de hielo, a 10 metros sobre el nivel del mar y muy cerca de la costa donde nadan los pingüinos papúa y barbijo. La fundaron en 1995, es operada por el Instituto Antártico Chileno (Inach) y recibe cada verano a científicos de todo el mundo que hacen investigaciones de biología, meteorología, cartografía, medio ambiente, paleobotánica y hasta astronomía.

Tiene capacidad para unas veinte personas en verano y entre 3 y 5 que permanecen allí en invierno, cuando las temperaturas caen hasta los 28 grados bajo cero. Por eso, el murmullo de un motor de combustible que calienta el interior de los contenedores acompaña permanentemente a los huéspedes de la base Julio Escudero.

De vez en cuando también se escucha el rugido de las masas de hielo que se desprenden de los acantilados cuando caen al mar, el silbido del viento y el chillido de las skuas, unas aves parecidas a las gaviotas que habitan en la isla Rey Jorge y les quitan los gorros a los expedicionarios cuando invaden su territorio.

Los profesores Mario, Mónica y Lizette llegaron al sur del mundo en la segunda Expedición Científica de Colombia en la Antártida, “Almirante Lemaitre”, con la misión de recolectar muestras para diversos proyectos de investigación, pero se encontraron con que la base estaba llena.

En el laboratorio multiuso, en el de microbiología y en el de biología molecular ya estaban trabajando científicos de Brasil y Estados Unidos. Entonces, como los paisas no se varan (y no son exageraciones), los profesores pidieron prestados un par de microscopios e improvisaron un laboratorio en una de las bodegas de la base.

En los días que se podía -esos días soleados de verano, a dos grados centígrados- los científicos salían a recoger muestras en la playa. Mónica Zambrano, por ejemplo, buscaba pruebas de contaminación por petróleo y Mario Londoño rastreaba animales invertebrados en el lecho del mar antártico y en los pozuelos de agua que se forman entre las rocas.

“Pero había que tener cuidado con las rocas porque los lobos marinos se confunden con ellas, y más cuando les cae nieve encima -recuerda Mario-. Había un lobo marino que se creía dueño de una roca y siempre nos acechaba con la mirada. O no lo veíamos y de pronto habría la boca. Entonces nos alejábamos porque no queríamos interferir con la fauna de la zona”.

Los elefantes marinos, unos animales gigantescos de una tonelada de peso, también se acercaban mucho a la base. Incluso una vez un elefante se montó sobre el zodiac, la lancha inflable con la que se desplazan por la bahía, y fue imposible bajarlo de ahí.

Para Mario, la fauna de la Antártida es tan sorprendente como el paisaje. Cuando era niño soñaba con tener un corral lleno de pingüinos en el patio de su casa y finalmente ahí los tenía: esos “peluches emplumados” se paseaban por la playa a escasos metros de él.

“Claro que cuando estábamos muy cerca ellos huían, a veces por el mar y a veces por la nieve. Y cuando se iban a meter al agua nos miraban con cara de decepción, como diciendo ‘¿me vas a hacer meter al mar?’. Se sumergían y aparecían por otra parte a tomar aire en cuestión de segundos”.

Los días en que el clima les impedía salir de la base eran mucho más aburridos. Aunque la Antártida es un continente cubierto por hielo, que en algunos puntos puede alcanzar los cuatro kilómetros de espesor -”imagínese un bloque de hielo de la altura del edificio Coltejer, así de grandes eran los bloques de hielo en algunos puntos de la isla”- el clima no es húmedo, sino seco; llueve poco y cae mucha nieve.

Cuando estaba nevando los científicos no podían salir de la base. Entonces se dedicaban a examinar las muestras que habían recolectado, a jugar ping pong, a hablar con los otros investigadores o a leer.

A pesar de que los días eran larguísimos -20 horas de sol y cuatro de oscuridad- el tiempo se iba volando. En un abrir y cerrar de ojos ya era hora de cenar y el sol todavía estaba clarito como a las ocho de la mañana. Mario dice que eso tal vez se debe a que en el frío todos los procesos biológicos se aceleran. El cabello crece más rápido y la comida se digiere en cuestión de minutos. Por eso, la dieta tiene que ser rica en carbohidratos y proteínas.

“El mayor problema era la incertidumbre”, recuerda Mario. En la Antártida es imposible hacer planes a mediano o largo plazo porque todo depende del clima, de los vientos, de la nieve, de la temperatura. En un lugar así, donde no se sabe qué va a pasar mañana, no queda más remedio que aprender a vivir el presente.

Tierra de nadie, tierra de todos

La Antártida es un territorio de extremos. Es el continente más al sur del planeta, el más frío, el que más hielo tiene, el menos habitado, tiene el aire más puro que se pueda respirar y es responsable de regular la temperatura del globo.

Ángela Posada, una periodista y exploradora colombiana, llegó hasta el mismísimo Polo Sur, donde está la base científica estadounidense Amundsen-Scott, y contó que allí, en el extremo del planeta, todos los lugares a donde se mire es el norte y no existe la hora: solo seis meses de luz y seis meses de completa oscuridad.

Aunque la Península Antártica, a donde viajaron Mario, Mónica y Lizette, es el punto más septentrional del continente blanco, no es ajena a todos esos extremos.

Lo más sorprendente, dice Mario, es que “en la Antártida el mundo es mucho más estrecho. Usted está en territorio chileno (o sea, en alguna de las bases de ese país), camina una bahía y se encuentra en territorio ruso. Camina dos bahías y llega a donde los chinos. O camina tres y ya está en Uruguay”.

Resulta que la Antártida es como la Luna: no le pertenece a nadie sino a toda la humanidad. Muchos países han construido bases en ese continente, principalmente para la exploración científica, pero casi todas quedan deshabitadas en invierno.

La escasez de recursos y las dificultades del terreno obligan, además, a que las personas que vivan allí se ayuden unos a otros. Por eso, la isla Rey Jorge es un vecindario donde conviven rusos, chinos, chilenos, argentinos, uruguayos, brasileños, norteamericanos, científicos de distintas nacionalidades y decenas de turistas que pagan miles de dólares por viajar al extremo del mundo.

Además, hay dos núcleos de población civil que habitan la isla por períodos de uno o dos años: el Fortín Sargento Cabral, de la Base Esperanza de Argentina, y la Villa Las Estrellas, de la Base Presidente Eduardo Frei Montalva, donde viven las familias de los militares chilenos que trabajan en el aeropuerto por períodos de 365 días.

La Villa Las Estrellas parece un pueblo de las películas del oeste, pero sin pistoleros y sin cantinas. A lo largo de una calle ancha están ubicados los contenedores que hacen las veces de casas. Hay una escuela, un hospital, una oficina de correos, un banco, un supermercado, un gimnasio, una biblioteca y una capilla católica que corona el pueblo al final de la calle.

Allí viven alrededor de 80 personas en invierno, pero en verano su población puede llegar a los 150. A pesar de estar tan lejos, los habitantes de la Villa están comunicados con el resto del mundo: hay un teléfono público, señal de celular, internet, una emisora de radio F.M. y una antena de televisión. Además hay un hotel llamado “Estrella Polar”, que recibe a los turistas que llegan entre diciembre y marzo.

Pero más allá de los 18 contenedores modulares que forman la Villa, del aeropuerto y la base científica, en el complejo chileno no hay nada más que nieve, rocas y pingüinos. Eso es a 60 grados de latitud sur. A 60 grados de latitud norte, en cambio, el panorama es muy diferente.

“Yo estuve en Noruega por una investigación en enero pasado y me sorprendió que allá, a la misma latitud que en la Antártida pero en el norte, hay edificios, ciudades, parques y la gente sale a correr en las mañanas. Y en pleno invierno”, recuerda Mario.

Y es que como ya dijimos, las condiciones en el Polo Sur son mucho más extremas. Tanto que en la Villa Las Estrellas sólo han nacido tres personas desde su fundación en 1984, y nacieron prácticamente por encargo del Gobierno chileno, que quería tener su propio “bebé antártico” (en la base argentina ya habían nacido ocho niños).

Aunque en 1961 entró en vigor el Tratado Antártico, que firmaron 12 países consultivos, Argentina y Chile siempre han reclamado al norte del continente blanco como parte de su territorio.

Aún así, la Antártida nos pertenece y compete a todos. Si todo el hielo del sur se derrite, el nivel del mar podría subir hasta ocho metros y desaparecerían ciudades como Cartagena y Santa Marta. Si el mar de la Antártida se calienta, las especies del Pacífico colombiano se verían en grave peligro.

Para Mario Londoño, a Colombia le debería importar la Antártida porque “los problemas del cambio climático son globales. Hay unas cosas que llegan hasta la frontera, pero el clima no es diferente en ambos lados de una frontera. La biodiversidad no respeta fronteras y el clima, menos lo hace. Lo que queremos es estar a la vanguardia de los países científicos y apostarle a la investigación en ciencias básicas”.

¿El sueño? Una base científica colombiana en la Antártida, como la tienen los chilenos, los argentinos o los rusos. La misión de la III Expedición de Colombia en la Antártida, que zarpará de Cartagena el próximo 15 de diciembre a bordo del buque ARC 20 de julio, será allanar el camino.

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