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Mientras estaba en clase, un día entre marzo y abril de 2017, Juan Camilo Magallanes sintió que su curiosidad no daba más espera; salió del Pascual Bravo hacia al barrio Prado, donde quedaba el sitio que necesitaba conocer, el que él identificaba con un nombre que llevaba escuchando desde siempre. Caminó, subió lomas y lo encontró, tocó la puerta, salió alguien y le dijo que ahí no era, que pasara al frente.
Ese vez no tuvo las respuestas que buscaba, pero sí las conoció meses después. Entre ellas hubo una que lo impactó más que cualquier otra, saber que tenía cuatro hermanos, todos mayores que él. También se enteró de quién era su madre biológica y de las causas por las que lo había dado en adopción en la Casita de Nicolás, en la que solo vivió dos meses, cuando era un recién nacido.
Desde ese día en el que Juan Camilo estuvo tan interesado en conocer la Casita, las visitas han sido más frecuentes, una de ellas para conocer la carpeta en la que está la información sobre su adopción, otras para asistir a encuentros con familias, y la más reciente para encontrarse con Igor Petersz, Catalina Congote, Manuela Arias y Ana María Sierra a compartir sus historias de adopción.
Tenían apenas meses, incluso días, cuando los entregaron, por esa razón no tienen recuerdos de sus cortas estancias allí, excepto las fotografías que quedaron en el registro, entre ellas las de las bienvenidas que sus familias les dieron.
Igor va a cumplir 40 años, Catalina tiene 32, Manuela 19, Ana María 32 y Juan Camilo 18. De ellos el único que no vive en la ciudad es Igor, que tiene su hogar en Curazao. Según él, siempre supo que era adoptado y hasta conservó su otro nombre, el que le habían puesto en la Casita, Nicolás. Allá en Curazao, por sus rasgos, no lo identifican como colombiano, creen que es holandés, o “gringo”, y si habla llegan a pensar que es venezolano, pero ese acento, dice él, es una consecuencia de su entorno laboral.
Igual que Igor, los demás también lo supieron siempre, nunca existió ese momento “de película”, dicen, que muchas personas se imaginan, en el que sus padres les dijeron: tenemos algo de qué hablar y posteriormente se los revelaban: eres adoptado. No, no fue de esa manera, de hecho no hubo ninguna, cuentan que siempre todo fue muy espontáneo.
“Nunca sentí una diferencia porque la que tengo es la única familia que conozco”, cuenta Ana María, y agrega que se parece mucho a la familia de su papá, también le dicen que ella y su hermano tienen rasgos similares, aunque los ojos de él son verdes, y que los gestos que hace son los mismos de su madre.
A Igor le pasaba lo mismo de niño, muchos creían que uno de sus primos era un hermano gemelo. Y así, todos sienten que tienen tanto de sus familias.
“Se crece con mucha naturalidad sabiendo que eres hijo del corazón”, comenta Catalina, quien recuerda que en algunas etapas de su vida el álbum de fotos del registro de su entrega respondió muchas preguntas que llegó a hacerse, y que la hacía feliz ver, por ejemplo, la fotografía del día en que sus papás la esperaban con ansias.
Reconocen que sigue habiendo algunos tabúes sobre el tema, que claro, se han ido derribando, incluso se sienten como un tipo de evangelizadores cuando hablan de eso, pues por medio de sus experiencias les cuentan a familias y a amigos lo afortunada que ha sido su experiencia de vida.
“Siempre que me presentaba decía mi nombre y que era adoptada”, recuerda Catalina riéndose. “Mi mamá me tuvo que decir que no era necesario”. Igor hacía lo mismo, “pero es que estaba muy orgulloso”, comenta.
En el caso de Juan Camilo hubo una época en su adolescencia que fue menos fácil, pero fue asumiendo todo con más tranquilidad. “Siempre he sido feliz”, asegura.
Igor alguna vez tuvo la curiosidad de saber quiénes eran sus padres biológicos, según él, así Curazao sea una isla tan progresiva en el tema; pero en su época y desde allá era más difícil enterarse de algún detalle sobre su adopción.
Luego vino a Medellín y quiso hacerlo, pero en su caso no había anotaciones sobre sus padres biológicos. Él quería saber quiénes eran, entre otras cosas, para tener conocimiento de su historial médico.
“Cuando vengo a Medellín mis amigos me dicen: te imaginas que salgas y que conozcas a una chica que termine siendo tu hermana”. Él se ríe inmediatamente, pero también reconoce que cuando sale “le mira la cara a todo el mundo”, a ver a quién cree que se parece.
El tema del historial médico es curioso para todos. ¿Habrá alergias, cáncer, asma, diabetes?, se preguntan. Cuando el médico los ha indagado al respecto, responden: soy adoptado. “Entonces al médico le da algo, se pone nervioso”, cuenta Manuela riéndose. Ella es voluntaria en la Casita, en sus ratos libres va a jugar con los niños, algo que hace desde pequeña, así como asiste siempre a los eventos de Navidad y Halloween. La causa de la cercanía también ha sido la relación que su familia ha tenido con la asociación de padres de la institución.
“Todos tenemos contacto con la Casita, no como voluntarios exactamente, pero sí de alguna forma”, dice Ana María. En su caso lo hace por su profesión, psicología, la misma de Catalina, quien igual que ella aprovecha su formación para acompañar a las familias adoptantes. “La casita hace parte de nuestras vidas, es un plus en ellas”, señala Catalina.
“Lo que realizan acá es una labor de amor”, asegura Igor, y cuenta que el día que vio a Pilar Gómez, la directora, la miró a los ojos y le dijo: “gracias por lo que usted hizo por mí”.
También recuerda que sus padres, años atrás, ayudaron a una familia holandesa que quería adoptar a un niño de la Casita sirviendo de intermediarios entre ellos y Pilar.
Para Ana María, lo que hicieron los padres de Igor es parte del rol de las familias adoptantes, o de ellos como hijos, ayudar a otros que estén pasando por esos procesos porque siempre habrá preguntas, temores y comentarios felices para compartir.
“Lo exitoso que sea este proceso depende de cómo se viva, del entorno en el que crezcas; si se ve con la naturalidad que posee, seguro no habrá ningún problema”, asegura Catalina.
Juan Camilo asistió a uno de los encuentros que la Casita programa, justo para resolver todas esas dudas.
Esa vez percibió que algunos papás sentían miedo de saber qué podía pasar después de contarles a sus hijos que eran adoptados, “yo les dije que no se preocuparan, que hay que ser muy sinceros”.
Para Manuela, esa también es la clave, la sinceridad, eso les ha permitido ser felices.
Ahora no se cambian por nada, la Casita de Nicolás sigue siendo su casa, a ella han vuelto por distintos motivos y hoy le desean un feliz cumpleaños, esperan que siga dándoles a los niños una vida como la que ellos lograron conseguir.