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La lechuga que usted se sirve a la mesa puede muy bien haber sido regada con amoxicilina o ibuprofeno, sobre todo si el suministrador irriga su huerta con aguas residuales; el pescado que consume puede contener metales pesados, particularmente si se trata de un pez grande, depredador; y el filete de carne quizá proceda de un animal tratado con fármacos o alimentado con basura.
El químico estadounidense Thomas Midgley, inventor de los compuestos clorofluorocarbonos (CFC), falleció en 1944 con la satisfacción de haber hecho un gran servicio a la humanidad. Los CFC, utilizados como refrigeradores en el aire acondicionado de los vehículos, la industria y las neveras domésticas, estaban desempeñando un papel importante en la conservación de los alimentos y, por lo tanto, en la lucha contra el hambre en el mundo. Años después, se evidenció que los CFC eran los principales causantes de la destrucción de la capa de ozono.
Preocupaciones
“¿Es posible hacer un uso sostenible de los productos químicos que mejoran nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, disfrutar de un planeta no contaminado? ¿Podemos seguir vertiendo al medio ambiente todo aquello que nos sobra como si el planeta fuera un sumidero sin fin?”, se pregunta Félix Hernández, profesor de Química Analítica de la Universidad Jaume I de Castellón.
Son interrogantes que llevan tiempo revoloteando entre la comunidad científica, pero es ahora cuando adquieren un tono de alarma.
Las nuevas técnicas de análisis, capaces de detectar concentraciones de sustancias químicas que antes pasaban inadvertidas, han puesto al descubierto un universo contaminante nuevo, inherente a nuestro estilo de vida, que surge del uso intensivo de fármacos y drogas, de detergentes, productos de limpieza, higiene y cosmética, así como de aditivos de gasolina, del consumo de alimentos enlatados y envasados y de los innumerables compuestos plásticos sintetizados por la industria química. Es una toxicidad, por lo general, de poca intensidad, pero silenciosa, múltiple, permanente y global, que se propaga por el aire, los alimentos, la ropa o el agua.
El planeta viene a ser un circuito cerrado de tráfico acumulativo de sustancias sintéticas no biodegradables que transitan por las cadenas alimentarias.
A falta de un consenso científico sobre las dosis de concentración peligrosas para la salud humana y el medio ambiente, estos contaminantes, denominados emergentes, continúan contando con el visto bueno administrativo, aunque cada vez están más sujetos a investigación.
Los científicos punteros en el fenómeno advierten que nuestra exposición creciente y masiva a estos compuestos está contribuyendo de manera significativa al aumento de los cánceres, la caída de la fertilidad y el incremento de la diabetes, además a la aparición de superbacterias resistentes a los antibióticos.
“La situación es muy seria. Estamos expuestos a sustancias capaces de alterar nuestro sistema hormonal y causarnos problemas de salud de efectos irreversibles. Las investigaciones están haciendo temblar las bases de la toxicología reguladora, y aunque los lobbies industriales se están movilizando con el mensaje de que no pasa nada, hay una brecha entre la ciencia clínica y las reglamentaciones”, afirma Nicolás Olea, reputado especialista en los contaminantes emergentes, el científico más veces citado por sus pares en esta materia (12.800).
Los experimentos realizados con peces, moluscos y gasterópodos permiten a los investigadores atribuir a los disruptores endocrinos fenómenos de feminización, hermafroditismo y masculinización, malformaciones en recién nacidos, el desarrollo de cánceres de dependencia hormonal —mama, próstata, ovarios—, el aumento de la infertilidad y el crecimiento de tejido endometrial fuera del útero (endometriosis).
Otro ejemplo: la pérdida de cantidad y calidad del semen es un hecho. Se sabe que el conteo espermático cayó casi al 50% durante el periodo 1940-1990.
“La salud de nuestro planeta y la nuestra están amenazadas”, advierte Miren López de Alda, especialista del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) en diagnóstico ambiental y estudios del agua. “Durante décadas, hemos vertido al medio ambiente toneladas de sustancias biológicamente activas, sintetizadas para su uso en la agricultura, la industria, la medicina, etcétera. Como consecuencia de su uso intensivo, sobre todo, en granjas y piscifactorías, algunos antibióticos se han hecho ineficaces”.
© José Luis Barbería / Ediciones El País, sl. 2017. Todos los derechos reservados.