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Un Botero silencioso viajó en el Tren de la Cultura

Con un recorrido en el Tren de la Cultura, una hilera de vagones del metro decorada con obras de El Circo, de Botero, se anunció la exposición.

  • Con un recorrido en el Tren de la Cultura, Fernando Botero presentó su exposición. FOTOS hENRY aGUDELO Y jAIME pÉREZ
    Con un recorrido en el Tren de la Cultura, Fernando Botero presentó su exposición. FOTOS hENRY aGUDELO Y jAIME pÉREZ
  • Un Botero silencioso viajó en el Tren de la Cultura
31 de enero de 2015
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Ayer por la tarde, Botero caminó, habló con sus acompañantes, abordó el metro, hizo un fragmento del recorrido del tren, posó para fotorreporteros y camarógrafos de la prensa local, volvió a bajarse, sonrió y se fue. Todo, en treinta minutos.

Así se anunció la exposición del artista, en el Museo de Antioquia: El Circo.

Previsto para la 3:00 de la tarde, el maestro llegó a la Estación Parque de Berrío, a las 3:09 minutos, luego de hacer un recorrido a pie desde el Museo, por el Pasaje Calibío, al lado del Palacio de la Cultura, como cualquier transeúnte por entre vendedores de lotería, de frutas, de golosinas; también de mendigos e indigentes.

Esta bien, no digamos que como cualquier transeúnte. El pintor veía la urbe a través de gafas negras, al igual que la artista Sophia Vari, su esposa, acompañado de una comitiva conformada por Ana Piedad Jaramillo, directora del Museo; uno de los gerentes del Metro; agentes de policía y escoltas.

Llegó a la plataforma de la estación, no por las escaleras, sino por el ascensor de paredes de cristal, instalado para uso de los discapacitados.

Y un enjambre de periodistas, fotorreporteros y camarógrafos ya estaba listo esperando a ese hombre vestido de camisa blanca, chaqueta gris a cuadros blancos y pantalón de paño de un gris más intenso que el de la chaqueta, y que calzaba zapatillas cafés bien lustradas, quien fue conducido, al igual que sus acompañantes, al otro lado de una barrera como esas que ordena las filas en los bancos.

Los recién llegados se situaron justo debajo del letrero institucional: «Bienvenidos al metro. Welcome to metro». Un poco retirados del enjambre.

En los altavoces sonaba el bambuco Soy colombiano.

La directora del Museo habló a través de un micrófono previamente dispuesto. Dijo que estábamos allí para anunciar la apertura de la nueva exposición del maestro Botero, El Circo, a disposición del público del 3 de febrero al 17 de mayo, a la cual el sistema de transporte se unió con el Tren de la Cultura.

Indicó que la muestra la conforman 32 óleos y 20 dibujos, en los cuales “Botero destaca una de sus principales cualidades como pintor: el manejo del color y su impecable paleta, además de su icónico uso de la volumetría”.

Tras sus palabras, ya fondeadas por otro bambuco, al maestro se le vio sonreír y aplaudir detrás de sus gafas negras que contrastaban con su barba blanca.

Llegó el tren

Botero y los demás, unos adelante y otros detrás de él, subimos a la plataforma que a esa hora estaba ocupada por pasajeros que se esforzaban por ver a uno de los colombianos más reconocidos en el mundo.

“El próximo tren con dirección a La Estrella no presta servicio comercial”. Se oyó la voz del guía, ampliada por los altavoces de la estación.

Ese, el Tren de la Cultura, acudió en sentido Norte-Sur, para hacer el recorrido con el maestro.

El apellido del artista estaba escrito con letra cursiva y negra en las puertas de los seis vagones, seguido por el título de la exposición: El Circo.

La carpeta de prensa que entregaron los comunicadores del Museo contenía un documento en el que se leía que esta muestra es una serie de pinturas y dibujos que el maestro Fernando Botero creó después de encontrarse en México un circo popular.

«Una gran revelación. Era igual a los que veía en mi tierra cuando estaba chiquito. Era pobre y lleno de animales famélicos. Todos tenían la ropa colgada en las carrozas que usaban. Me encontré una gran poesía allí, hablé con los artistas y vi un montón de posibilidades para mi pintura».

Eran las palabras de Botero, pero en el papel de la carpeta del Museo. Porque el Fernando Botero que teníamos con nosotros, el de carne y hueso, hablaba, sí, pero en voz baja y solo con sus acompañantes, Sophia, Ana Piedad, y pare de contar.

Cuando se abrió la puerta de uno de los vagones el maestro abordó y fue a situarse al fondo del mismo, de pie, dando la espalda a una reproducción de una de las obras de El Circo, en la que un chimpancé era el jinete de un caballo blanco. Y las abejas del enjambre volvieron a revolotear. Cámaras de fotografía y de video no dejaban de grabar a ese artista que posaba silencioso para ellas. El tren cerró sus puertas y se puso en marcha. Ese, en el que íbamos, era el único vagón ocupado; los demás, vacíos.

«Próxima estación: Prado»

Al aproximarse a las estaciones, se escuchaba la voz femenina que en los viajes comerciales informa a cuál de ellas se arrima y la cercanía de esta con ciertas instituciones. Anuncio que ahora, en este recorrido inventado como puesta en escena, como performance previo a una exposición de artes plásticas, resultaba más bien absurdo, sabiendo que ni siquiera el tren habría de detenerse en alguna.

De regreso

A pesar de las gafas, se adivinaba que, por momentos, el artista a quien las más de las personas del mundo reconocen como “el escultor de las gordas”, miraba por la ventana. El río longilíneo, sus aguas pardas descendiendo onduladas, tal vez sus orillas de cemento en cuyos desagües, hombres y mujeres se internan como ratones.

Quién sabe qué pensamientos cruzarían por su mente. ¿Alguna obra se gestaba mientras miraba el afluente, bajo la luz fuerte de las 3:23 minutos de la tarde de este viernes de enero?

Al pasar, la estación Poblado, el tren se detuvo para cambiar de rieles y regresar a la estación de partida.

Pero he aquí que hubo una novedad: la pareja de artistas conformada por Sophia Vari y Fernando Botero, al igual que Ana Piedad Jaramillo, directora del Museo, se sentaron.

Se les veía hablando animadamente entre ellos, sin inmutarse mucho por el enjanbre que hacía lo suyo. Tampoco prestaron mucha atención a que las paredes del Tren de la Cultura, esos espacios por encima de las ventanas por las que se ve pasar el mundo hacia atrás, estaban decoradas con reproducciones de las obras de El Circo. Un payaso y una payasa, pezuñas de león vistas de cerca, caballos, domadores, látigos, malabaristas, carpas... Colores intensos cubren esas superficies para cambiar por unos días su monótono gris.

El tren se detiene. Los artistas, los funcionarios, el enjambre, los guardias de seguridad, los agentes de policía, todos, descendemos por escaleras eléctricas y de cemento. En los altavoces sonaba un vallenato: El testamento.

Todo pasó. En el rostro de Botero vuelve a insinuarse una sonrisa mientras se aleja

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