Histórico

La mujer que cambió el azadón por la cruceta

YURLEY SANTANA Y Carlos Santoya son mecánicos de Barrio Triste. Aunque venían de paso desde la Costa a hacer una vuelta ya llevan hace siete años en Medellín. Ella ha preferido siempre los trabajos rudos a los domésticos o livianos.

Loading...
17 de mayo de 2010

AYurley Santana no le importa tener las manos y los brazos engrasados y a veces hasta la cara, y permanecer así, con ropa sucia todo el día. Y menos le molesta el trabajo rudo de la mecánica.

Por eso trabaja con su esposo, Carlos Santoya, en Barrio Triste, adonde llegaron hace unos siete años.

Pero no sólo no le molesta: lo disfruta. Más bien pagan a una mujer para que cuide sus tres niños en su casa de Santo Domingo Savio, para que ella pueda estar todo el día, todos los días, en su taller sin muros y sin puertas y sin techo, bajo el viaducto del metro.

"¡Joda! ¡Esa mujer tiene más fuerza que yo!", dice el costeño sin pudor. Y como ejemplo, ambos cuentan entre risas de que un día él estaba solo dándole golpes de almadana a un eje para que soltara la tijera. Cansado de que no lograra que se moviera un milímetro, fue a un taller cercano a buscar una almadana más grande y pesada para golpearlo con ella. Al regresar, Yurley ya había logrado separar ambas partes con la misma herramienta inicial.

«Servicio de Mecánica en General El Costeño». El Costeño. O mejor: Los Costeños. Así reconocen a estos dos mecánicos en la zona de los arreglos de autos. Él es samario; ella, manaureña. "Pero no de Manaure, Guajira, sino de Manaure, Balcón del Cesar", se apresura ella a aclarar con orgullo. Él había sido por años mecánico en su ciudad; ella, una campesina en la tierra de sus padres, en San José de Oriente, en la Serranía del Perijá. "Allá sembraba aguacates y café. Y terciaba a la espalda una fumigadora y recorría toda esa extensión de tierra". Y allí era lo mismo: nunca se interesó por asuntos domésticos y más bien se dedicaba a ayudarle a su papá con los temas de la finca. Y cuando llegó el momento de iniciar el bachillerato no lo dudó: prefirió el colegio agroindustrial al de monjas.

El destino
Llegaron a Medellín como conducidos por la mano del azar. No llevaban más que unos días viviendo y trabajando juntos -ella era apenas una chica de 17 años; él un hombre de cuarenta y dos-. Ella no hacía más que pasarle las herramientas que no terminaba de conocer. Las llaves, las palancas de fuerza, los raches... Ayer, tomando una llave de media pulgada, mientras armaban un motor de Renault 21 que les mandaron reparar, Yurley recordó: "una llave de media fue la primera herramienta de mecánica que yo conocí y tuve en mis manos, allá en Santa Marta". Arreglaron el motor de un camión y el dueño no tenía con quien traerlo a Medellín. Santoya vio allí la oportunidad de venir a conocer esta ciudad. El metro. Las gordas de Botero. Y propuso al hombre que él lo traería y aquí le pagara por el arreglo del motor y en cuanto a la traída del auto, nada más le cobraría los viáticos y los pasajes de regreso para dos. Él se vendría con Yurley.

Y así fue. En el camino, de pronto, el automotor se varó por caja de transmisión. El dueño, que viajaba en un auto de lujo, dijo que se quedaran ellos. Amanecieron en un hotel y, como prenda de garantía de que pagarían después, al regreso, dejaron una llanta y una cruceta. ¡Qué hicieron! Al llegar a Medellín, el propietario del auto se enojó de tal manera por esta decisión, que no quiso pagar a Carlos lo que le debía y amenazó con matarle. Los trabajadores del bravucón aconsejaron a los costeños que se largaran antes de que el patrón se enojara. Lo conocían. Era capaz de hacerlo. Uno de ellos dijo que los llevaría a un sitio en el que se podrían ganar la vida con su oficio, recoger algunos pesos y regresar a la costa.

Caminaron por el sector de los mecánicos y aparte de algunos bares abiertos que a esa hora ya vomitaban algunos borrachos hacia el aire frío de la noche y algunos indigentes sentados o acostados en las aceras oliendo pegante, no vieron más que una ciudad desolada. Vagaron por aquí y por allá hasta que hallaron un taller abierto y en él, a unos muchachos arreglando un auto. Eran Willy y Jairo, dos hombres que trabajaban para Camacho, se enteraría después. Les resumió su drama. Ellos le dijeron que volviera al día siguiente.

A la mañana siguiente fue al taller que vio abierto la noche anterior. Los mecánicos le dijeron que estaba de malas. Camacho no llegaría en todo el día. Sin embargo, como no tenía rumbo, Carlos se quedó con Yurley mirando a otro mecánico, Tato, que arreglaba un Renault 12. Como a las once de la mañana, un hombre llegó al volante de un Simca con problemas de cruceta y ejes traseros.

"Yo ahora mismo no puedo porque estoy ocupado -dijo Tato-. Vuelva mañana". "Si quiere yo lo arreglo - atinó a proponer Santoya-. Usted cobra y me paga de ahí". "¿Usted sabe de Simcas?", preguntó Tato. "Sí, yo tuve uno en Barranquilla y sé de estos carritos".

Terminó a las dos de la tarde. De 80.000 pesos que cobró, Tato le dio 40.000. "Pagué el hotel nuevamente y salimos a comer".

Al domingo volvió a salir. Camacho nada que llegaba a su taller. Sin embargo, vio a un hombre que arreglaba un Suzuki. "Era un asunto de caja. Él trataba de armarla. De pronto, lo llamaron por teléfono y fue a atenderlo. Se estuvo unos minutos hablando y cuando regresó, yo ya la tenía armada completamente". "¿Es que usted sabe de Susukis? Entonces encárguese de ese carro. Móntele usted la caja". Se ganó otros 20.000 pesos y así comenzaron a "coger fama" en este difícil medio.

Volver no es tan fácil
Y Yurley cada vez se tomaba más confianza en el asunto de la mecánica. Primero fue ayudante y después ayudante entendida, como dicen en Barrio Triste. Y ahora es la mano derecha de este costeño grueso y corpulento. La especialidad de ella es desarmar y armar las partes. No tiene problemas en arrastrase debajo del auto, levantar el capó de una volqueta y sentarse allá adentro, junto al motor, como si se metiera en la boca de un animal que bien podría devorarla. Justamente así fue como los conocí hace poco más de un año: metidos en la boca de una volqueta y en medio de golpes de martillo contra metal.

Esa vez, antes que verlos a ellos, me había llamado la atención uno de los letreros de su cajón de herramientas metálicos: El hombre que habla de otro hombre no es un hombre, que se atribuye ahí a San Lucas. No tanto el otro, el que dice No insista, no presto herramienta, que no es del todo cierto, al decir de Yurley.

Siete años en Medellín. Tal vez ya desistieron de volver a Santa Marta. No es tan fácil. Tomaría tiempo volver a "hacer fama" como mecánicos de nuevo allá. Comentan mientras ella aprieta tornillos cabezones con un rache y él va haciendo girar un mecanismo del motor del Renault 21, que descansa sobre un banco de madera en la acera, debajo del viaducto del metro. Yurley extraña la finca del Perijá. Hace un año estuvo allá y vio que la están dejando acabar. Sin embargo, ella dice que se va para donde él diga. Y él nada dice.