Histórico

Los otros límites del barrio

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06 de julio de 2011

En la ciudad hay combos que tienen 15 o 20 años de existencia y, en muchos casos, con integrantes jóvenes que son ya curtidos combatientes. Pareciera que sólo han vivido para ser pandilleros.

Su vida transcurre en el barrio. Pasan sus días en la esquina, en el parque, en la cancha; muy pendientes de los vecinos y transeúntes, "moscas" con las motos y los carros extraños; su cotidianidad es estar allí, esperando por si hay alguna "vuelta" y temerosos de que se les "metan".

Las cuadras y los callejones son el hábitat, el espacio confinado de existencia de los "muchachos", como los llama la gente: allí nacieron y allí son "alguien" y representan "algo". Son, aunque la parte fea, parte de esta comunidad.

A la pertenencia y arraigo a su territorio, lo único que los arrebata es casi que la muerte.

El barrio está en paz cuando los muchachos están en paz, ellos tienen la capacidad de brindar seguridad y tensa tranquilidad a los pobladores.

Si hay un problema con un vecino, con un marido maltratador o con unos pelaos bulliciosos y dañinos, ellos siempre están dispuestos a resolverlo. Imparten eso que consideran justicia y orden; pocas veces dejan pasar por alto un desaplicado o un sospechoso.

La agresión, el despojo, el desplazamiento y la muerte son sus condenas. Se sustentan en el miedo y en el poder propio de las armas. Sin embargo la comunidad forzosamente los acepta y obedece. Los mismos con las mismas durante 20 años hacen costumbre, y la costumbre hace ley.

Estas agrupaciones delictivas sufrieron un proceso de legitimación lento, gradual y constante; impulsado por la ausencia del Estado en la cotidianidad del barrio, por la centralización de la administración pública y por la herencia funesta del abuso de autoridad de la Fuerza Pública.

Hechos que terminaron deslegitimando la institucionalidad, que la alejó del ciudadano común y que nos legó un mal mayor que el abandono: la violencia.

Esto no significa que los muchachos construyeron un "para-Estado" en cada barrio, que tienen control territorial como fuerza beligerante organizada y con leyes propias; para nada: no hay territorios vedados al Estado y sus fuerzas del orden.

El problema radica en que las políticas públicas son de corte policivo, poco culturales y sociales; que terminan convirtiéndose en solo formalismos legales y no en rectores legítimos del comportamiento social del ciudadano.

La nueva Ley de Seguridad Ciudadana está destinada a convertirse en un molesto control de corte policivo si no se fomenta y continúa la transformación social que requiere la ciudad. En este sentido las asonadas no parecen tanto un capricho o modus operandi de la delincuencia, pues recuperar la seguridad en todos los barrios es primordialmente una tarea de recuperación de la legitimidad y buen ejemplo, que de fuerza y legalidad.

Las pandillas y los combos son un fenómeno integrante de la urbe moderna. No solo se dedican a las rentas ilegales; la economía, aunque importante, no determina su existencia.

El territorio, el ser grupo y el control social que ejercen son los pilares con que se sustentan y prevalecen en el tiempo. Su nicho, su cantera, su fuente inagotable de integrantes son sus familias, hijos cuyos modelos de fuerza y autoridad la encuentran en la esquina, padres que sacan provecho de la ilegalidad y toleran el crimen.

Pero no fue únicamente el muchacho con jeans doble costura, zapatillas Zoodiak y radio al hombro escuchando salsa clásica: fue toda la sociedad la que corrió su contorno ético un poco más cerca de la ilegalidad. La restauración de esas fronteras éticas y legales es un camino largo y tortuoso, pero es el único camino viable. De este lento cambio estructural depende efectivamente parar la muerte.