Histórico

Una carta a las cartas

Algunos dicen que ya no se escriben, otros que se transformaron. A muchos les gusta leerlas por lo que se descubre en ellas. Curiosidad.

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08 de junio de 2013

Estimado lector,

No es lo mismo que escriba en estas letras blancas sobre negro, llamado teclado de computador, que si hubiera sacado la pluma con la que estoy aprendiendo caligrafía o que, incluso, hubiera buscado a alguien que me prestara una máquina de escribir. No es lo mismo, pero intento hacer una carta para hablar de las cartas, porque de pronto, solo de pronto, tiene más sentido.

Ya no se escriben cartas como antes, no hay ese intercambio —me dijo el poeta Jaime Jaramillo Escobar —. Ahora todo es con un mínimo de palabras para decir exactamente lo esencial. Ya por internet no tiene el mismo sentido, el mismo sabor que tenía escrita, o a máquina.

Jaime escribió cartas antes. Las cartas al poeta Geraldino Brasil las publicó el año pasado Tragaluz. "Bogotá, octubre 28 de 1979. Desde la altura de mi ventana veo algunas gentes lavar sus ropas, porque es domingo:// soldados en la azotea de un cuartel que queda en frente, estudiantes en un patiecillo, una mujer tras una ventana// Domingo de lavar la ropa, de arreglar la casa, de escribir a los amigos.// Domingo calmo, único día que tenemos para procurar ser lo que somos,// pues el resto de la semana nuestra esclavitud es paciente y burra". Como ese día, hoy, que usted lee, también es domingo.

En esas cartas, entre esos dos amigos, a veces reflexionan sobre la poesía. A veces sobre los lugares que visitan. A veces se cuentan historias extrañas. A veces parecen poemas. A veces hablan historias más íntimas de sus familias, de su infancia, de la muerte.

La correspondencia literaria fue un método de comunicación entre amigos e intelectuales —añade él—, muy útil para intercambiar conceptos y hacer comentarios.

Pienso en este lugar y en esa carta. Hace silencio en este instante en que el seis y el tres son una misma hora, pero es solo porque el partido entre Argentina y Colombia está en entretiempo. Aún, desde la ventana del fondo de esta redacción se ven los edificios. No ha anochecido, aunque ya hay tres luces de más.

Empecé por las cartas por el libro de Juan Rulfo a Clara. Uno se emociona y quiere saber más y leer más e imaginarse cómo los besos van saltando de carta en carta, cómo las palabras se vuelven más cariñosas, más cercanas, más íntimas. Es Juan Rulfo el hombre que escribe y el que ama y al que le pasan tantas cosas que no les pasan a los nombres de los escritores cuando son famosos.

Uno se siente entrando a un recinto sagrado —según Ramiro Tejada, el actor de teatro—, pero esas cartas de antaño de los escritores nos permiten construir una historia paralela al relato autobiográfico, al autorretrato, porque son, de alguna manera confesiones a un otro que puede ser un heterónimo, una novia o un amigo.

No todas las cartas son interesantes. Nos interesan las de esas personas que tienen en su vida algo que decir, que son reconocidos por otro algo. Las de los escritores nos emocionan. Queremos saber de su vida y queremos, también, encontrarnos con ese otro que es real, que lo hace humano, que nos habla de sus nostalgias, de sus vacíos, de sus obsesiones. De su carácter. De sus lecturas. De su mundo pequeño o grande. Nos gusta, sin generalizar, que son todos los lectores, leer la correspondencia ajena por esa curiosidad de saber del otro.

El año pasado hubo muchos que leyeron a Emma Reyes y su Memoria por correspondencia. Estaba ese deseo de encontrarse con el dolor de esa mujer. De esa vida difícil.

De algún modo en el correo uno encuentra el sello que marca, sin fisuras, el carácter y la personalidad de cada autor —me escribe Sandra López, periodista, esposa de un amigo, lectora de cartas.

El escritor Pedro Salinas, que se leyó con Katherine Whitmore, habló de otra palabra, cartearse, que no es lo mismo que hablarse. Se necesitaba ese verso, decía él.

Cortázar se carteó con escritores, con pintores, con críticos, con amigos. Escribió tantas cartas que algunos dicen que puede ser la biografía más completa. Están él y su vida y su familia y sus amores y sus compromisos políticos y esas obras que iban apareciendo. Escribiéndose. Bestuario, Rayuela, Historias de cronopios y de famas.

En las cartas está el estilo de ese que escribe. Están su sinceridad y sus palabras. Están sus temores. "Odio las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos", Julio Cortázar. 1942.

Literatura epistolar es el nombre. Hago las respectivas conjugaciones y busco en el diccionario. Por fin tengo un sinónimo que me gusta, por extraño: epístola (se escucha en misa). Las epístolas —no será la que use el escritor Gustavo Arango en lo que me responde en el correo y que copio exacto en las palabras que siguen— nos asoman a un aspecto del ser que es imposible percibir en el trato personal. Leyendo cartas todos somos grafólogos, nos preguntamos que hay en esas mayúsculas altaneras o en esas Tes a las que el palito horizontal parece habérseles escapado.

Yo no tengo un novio que me hubiese escrito cartas, aunque me lo hubiese soñado tantísimas veces. Me tocó el final de los sobres cuadrados de borde rojo con azul y una que otra esquela con olor. Mi abuelita me escribía con su letra cursiva inentendible en hojas de cuaderno, pero solo a veces, porque le gustaban más los telegramas y ese es otro tema. Gustavo recuerda la impaciencia con la que esperaba las cartas que le enviaba su primera novia, una caleña, hermosa por demás, de letra pulida y poco para decir.

Usted, de seguro tendrá su cajita o tal vez sus abuelos o sus padres tengan escondidas sus carteadas de enamorados y se le revelen alguna vez. Porque eso además son las misivas esas (sinónimo que no me gusta tanto): espacios de papel y tinta en las que se guardan secretos. Yo me encontré la carta de mi papá a mi abuela cuando los dos ya estaban muertos y me pasó eso que pasa cuando uno lee las epístolas de los escritores: se les escucha conversar.

Las cartas producen celos, sobre todo las de amor. Ese alguien se sentó en esa silla, con esa pluma o ese algo para escribir, a pensar en ese otro, apasionadamente o, algún mente cualquiera. El otro, en cambio, se sentó a esperar al cartero. "Ojalá que esta carta te llegue a tiempo, pues lo que yo quisiera —le escribe Rulfo a su amada— es que las tuyas me llegaran antes de tiempo y que fueran muchas y abultadas para poder hacer con ellas una almohada blandita y suave". Derretirse podría ser el otro verbo.

Jaime me dice que ya ese género se acabó y no se usa. El que las haga al estilo de antes está anticuado. Él ya no las escribe. Óscar González, el filósofo, me comenta, por el contrario, que todavía se escriben y viajan no por cartero sino por internet y eso le da otro carácter. La inmediatez.

Ramiro cuenta que de cuando en vez alguien vuelve allá, antes, pero que los jóvenes de ahora tienen otras formas de decir y eso es respetable.

Otros somos nostálgicos y, más preciso porque no nos tocó su esplendor, envidiosos fatales. Quizá se escriban, pero el beso en labial no es lo mismo que el emoticón con labios rojos. No es lo mismo el mail si bien estamos seguros de que lo importante es eso que se dice, eso que conmueve. Eso que cuenta. Por eso, al final, es preferible el algo que la nada.

Ojalá los escritores de ahora se estén escribiendo para leerles después sus otros yo.

Como no puedo escribir un final, termino con Geraldino diciéndole a Jaime en una de esas epístolas: "(...) Aquí los zapatos de todas las personas son conocidos por todos. ¿Cómo entonces hurtar zapatos y salir con ellos por las calles, único viandante, todos desde las ventanas mirándolo de la cabeza a los pies?".