A los foráneos que trabajan en Medellín también les cuesta mucho pagar arriendo
Los foráneos que trabajan en Medellín padecen el costo asociado a la gentifricación, pues no tienen el presupuesto de los turistas y se ven a gatas para alquilar.
Periodista de la Universidad de Antioquia. Al igual que Joe Sacco, yo también entiendo el periodismo como el primer escalón de la historia.
Del tema de la gentrificación en Medellín se ha hablado mucho. De como arrendadores abusivos deciden sacar en volandas a inquilinos locales para volver sus predios en “airbnbs” para turistas con más “capacidad de pago”, también. Y aún así esta problemática sigue generando noticias dada la magnitud de la “tragedia” que implica para sus damnificados.
Aparte del frío análisis de las cifras que deja el asunto, los relatos en redes sociales y el en voz a voz dan cuenta de una arista que no se ha tocado mucho que es el tema de aquellas personas que tienen una particular dualidad. Es decir, aquellas que no son de la ciudad pero que trabajan en ella y tampoco tienen para pagar los exorbitantes precios que algunos arrendadores de Medellín exigen por un techo digno. Dicha situación hace que queden en el peor de los escenarios posibles pues son las víctimas perfectas de un problema del que urge “meterle la mano” antes de que cause más problemas sociales.
EL COLOMBIANO conoció dos testimonios que reflejan esta situación de personas que quedaron entre la espada y la pared.
“Temí por mi vida”
Marcela es una profesional del sector salud de Medellín que lleva tres años en la ciudad. Ella es oriunda del Eje Cafetero, y es la única de su familia que está en Medellín. En 2022, tras finalizar un contrato de arrendamiento en el sector de Los Colores, que coincidió con el auge que venía teniendo la ciudad, empezó su périplo de trasteos. Por cuestiones económicas no podía darse el lujo de pagarse un apartamento para ella sola por lo que la única opción que le quedó fue compartir vivienda pagando una habitación. Pero dada la actual dinámica de la ciudad, las únicas opciones disponibles económicamente se hallaban en la periferia y los barrios populares, con sus dinámicas. Primero aterrizó a Niquía donde duró cinco meses hasta que los inquilinos le pidieron la habitación. De allí pasó a Villa Hermosa, a la casa de una pareja de adultos mayores
“El ruido era horrible. Los señores ni se daban cuenta por la sordera de la edad, pero era muy frustrante llegar tras una jornada de 14 horas de trabajo a intentar descansar para que la bulla no dejara”, dijo.
De allí tuvo que salir a los dos meses a otra casa que ofrecía habitaciones en una vivienda de la carrera 46 con calle 86 del barrio Campo Valdez en el que tenía que pagar $450.000 mensual, un valor que puede parecer atractivo pero que, sin ella saber, se le volvería una pesadilla. “Alla dí con un señor que se presentaba como miembro de una comunidad religiosa, al principio todo estuvo bien salvo por algo que me pareció raro y es que no se hizo contrato del alquiler. Al inicio fue un periodo bueno, pero posteriormente las cosas fueron cambiando. Él tenía unos cambios de temperamento extremos y comenzó a hacerme sentir vulnerable. Pero yo tenía que aguantarme. ¿Qué más iba a hacer si no tenía a dónde más ir?”, explicó.
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Los abusos que fueron el colmo y que le indicaron a Marcela que debía irse de allí pronto fue cuando entre gritos el arrendador comenzó a hacerle reclamos por lo que él consideraba “usos excesivos” de los servicios públicos.
“La tapa fue una vez que yo me estaba bañando y no llevaba ni cinco minutos cuando el tipo este me empezó a tocar la puerta con mucha rabia. Yo pensé que se me iba a meter a la ducha a lastimarme. Solo gritaba diciendo que me estaba demorando mucho y que mi cuota no cubría el ‘derroche’ de agua. Como pude salí del baño y él seguía insultándome”, narró Marcela.
Desde ese día él comenzó a presionarla para que se fuera o la amenazaba hasta con restringirle el uso del agua caliente o de cobrarle de más por estar en otros espacios comunes. La tapa fue cuando incluso comenzó a quitarle los bombillos a las zonas comunes que Marcela debía usar para teletrabajar. Ella le hizo el reclamo y la discusión escaló tanto que tuvo que intervenir la Policía. Tras el fuerte altercado, la mujer tuvo que abandonar la casa por temor a otra agresión igual o peor del arrendador. Era la cuarta vez en menos de dos años que debías buscar casa.
“¿A dónde más vamos a ir?“
Otro caso que demuestra la vulnerabilidad de los foráneos es el de Mario, otro trabajador de afuera de Antioquia que fue víctima del estrés causado por las condiciones en las que ha vivido en la ciudad tras el boom turístico. Tras salir del apartamento que compartía con otras dos inquilinas en Envigado luego de que la propietaria lo pidiera para hacer unas modificaciones que impactarían en el canon de arrendamiento —haciéndolo impagable— Mario terminó residiendo en una casa de la calle 40A con la carera 80B del barrio Laureles.
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“Como no encontré a donde más irme por el tema de los precios, terminé allá. Es una casa que en dos pisos alberga nueve habitaciones. La mayoría ocupadas por personas como yo: jóvenes, foráneos, sin nadie más en la ciudad. Cuando uno entra a casas como estas se da cuenta de las modificaciones que tienen para poder ofrecer más arriendos. Pero a parte de esto, hay condiciones que son muy restrictivas, por ejemplo solo tenemos un día y un horario para usar el lavadero y la zona de ropas. Solo hay un baño para compartir con los otros siete inquilinos. Y cuando llegué me dieron un cuarto tan estrecho que tenía que caminar por encima de la cama para entrar o salir de él y por el que me cobraban $570.000 mensuales. Hay otros que solo son el espacio para una cama y ya. Eso solo se ven en una cárcel”, explicó.
Mario, haciendo un esfuerzo, se pudo pasar a otro cuarto un poco más cómodo de la posada. Eso sí, el traslado le significó seguir pagando $670.000 mensuales. “Después me di cuenta que la arrendadora les dice a los inquilinos que teletrabajan que tienen que pagarle $35.000 adicionales. ¿Cómo se dio cuenta? Pues porque la casa tiene cámaras con las que ella nos hace seguimiento. Lo único que no vigila es el interior de los cuartos”, dijo.
Para acabar de ajustar, luego de llevar casi seis meses viviendo allí, una noticia dejó a los inquilinos desconcertados: resulta que la propiedad no estaba a nombre de quien se presentaba como la dueña. De hecho, la mujer era otra arrendataria que a su vez estaba subarrendando la casa, lo que le deja magros ingresos.
“El 20 de diciembre nos enteramos de que ella no era la dueña y que la inmobiliaria hacía cuatro meses le había pedido la casa porque el dueño verdadero quiere habitarla y nos necesita afuera. Él no tenía ni idea de que nosotros estábamos acá. Cuando le contamos lo que nos cuesta cada cuarto, se dio cuenta de que lo estaban estafando porque la señora solo estaba pagando $1.300.000. A pesar de todo lo que le cuento ella sigue ofreciendo los cuartos cuando sabe que la casa está en un problema legal”, dijo Mario.
Por ahora, el dueño real le dio un plazo a los inquilinos hasta el 15 de febrero para que encuentren a donde irse. Gente como Mario solo busca algo en condiciones similares —con los abusos que puedan ocurrir— porque con las condiciones que hoy ponen las inmobiliarias para arrendarles es imposible cumplirlas. Además, deben buscar donde haya comida que puedan pagar, que tengan acceso a transporte público y que sean seguras. ¿Pero a dónde si ya todo lo que tiene estas características está copado por los turistas o la primera ola de “desplazados” de la gentrificación?
“No tengo la más mínima idea de qué voy a hacer. Por esto mismo, mis pertenencias las tuve que reducir a lo que quepa en dos maletas y ya. Todo el tiempo siento que la ciudad me mandara el mensaje de devolverme para 'el pueblo' porque no tengo lo suficiente para vivir acá”, apuntó Mario.