Columnistas

La mitad del currículo en la formación médica

05 de mayo de 2017

No es el momento oportuno para mostrar la mejor cara en el ejercicio de los servicios de la salud. No podemos negar que es un sector que pasa por un momento álgido en la historia nacional. Cada día aumenta el registro de entidades que han tenido que mermar sus servicios, incluso cancelarlos, porque terminan ahogadas en la cadena de incumplimientos en el pago de sus deudas.

Aun así, tiene que persistir el sello humanitario de este rango profesional. Tiene que haber en los servidores de la salud una capacidad para sobreponerse a las dificultades, incumplimientos y malestares que ha generado la dura crisis que sortea el sector. Se entiende que hay una doble dificultad para hacer que el servicio, en deplorable crisis, sea expedito y amable, pero ahí está el reto de un oficio esencialmente social. El paciente no puede ser el trompo pagador de la encrucijada en la que se encuentra. Él es lo prioritario y esencial. Hay honrosas excepciones.

Personalmente, lo he vivido en muchas entidades, en las que, por encima de obvias dificultades, incluso con incumplimientos del pago de la nómina o la cancelación oportuna de las obligaciones con la seguridad social de sus empleados, no se mengua la disposición para hacer menos penosos los procesos de recuperación de los pacientes.

La mitad del currículo en la formación de los profesionales de la medicina tiene que estar en la frontera de la ética, la sensibilidad, la solidaridad y la capacidad de meterse en el dolor ajeno. Aunque parezca exagerado, porque lo podemos confirmar con muchas experiencia cercanas, la mitad del efecto positivo con los pacientes está en el trato, la comunicación, el gesto y la disposición que el médico tiene con el usuario. Y esta observación es extensible a todo el personal paramédico que conforma las plantillas de los hospitales, clínicas, EPS, IPS y los consultorios particulares.

Desconcierta, entonces, que tengamos profesionales de la medicina fríos, precisos, cortantes, que no se dejan tocar, inalterables. En lo personal, he tenido la fortuna, en un porcentaje alto del equipo médico a quien he tenido que acudir, de encontrar hombres y mujeres de enorme sensibilidad, de evidente empatía con mis dolencias, preocupaciones y dudas. Me han tocado, incluso, casos excepcionales, muy por encima del estándar máximo que podríamos establecer para ese comportamiento humanitario. Pero también he tenido experiencias, por fortuna pocas, en las que decidí no regresar, porque he salido desconcertado, desorientado y frío con la indiferencia y la precisión de reloj de los galenos. Sigue siendo frecuente la queja, en los pasillos de espera, de diagnósticos equivocados, muchos de ellos, seguramente, por prisa o negligencia.

Poco cuenta un profesional que tenga las más altas calificaciones, si no ejerce con un contacto profundamente humano con sus pacientes. Del otro lado, son muchos los que, sin tener destacados diplomas para colgar en sus consultorios, hacen una labor humanitaria de mitigación, moralización y efectiva recuperación de sus pacientes. El buen profesional atiende con el mismo corazón, entusiasmo y responsabilidad, tanto al que paga con dinero propio los servicios recibidos o porta una tarjeta de medicina prepagada, como a quien presenta un carnet de Sisbén. Posiblemente entienda que es preciso atender con mayor cariño, dedicación y ternura a quienes tienen los más recortados recursos o mayores limitaciones físicas y mentales.

La medicina no es un oficio para acumular dinero o prestigio. Es una profesión vocacional y profundamente social. Quien la ejerza al margen de estos requerimientos está en el lugar equivocado, y puede producir más daño que bienestar.