Le da vueltas. No tiene intención de llegar ni al principio, ni al fin. Ni siquiera sabe a dónde no tiene intención de llegar. Solo que no quiere llegar. El panorama está obscuro. Tal vez omnisciente. Y sin embargo el cielo está tan poco blanco, tan azulísimo, tan vacío. Suda y las gafas se le resbalan de ese sitio donde se hacen los ojos. Y sus ojos están tan claros. No dicen nada esta vez. Tienen la pupila abierta, gigante, más grande que ese que está al frente.
Tiene ganas de derretirse en sus brazos. De amarle, de besarle los labios. Él tiene unos labios grandes, rosados, brillantes. Tiene ganas de que le toque un poco. Solo un poco. Y tiene ganas, además, de enamorarse perdidamente. Suspira un poco. Tiene ganas de dedicarle un poema. Luego se pregunta, y qué diablos es el amor. El amor, ese tan indefinible. Valientes aquellos que se atreven a preguntar por su significado. Ese mismo tan intangible, a veces tan inhumano. El amor, qué diablos es el amor. Un cliché necesario. Un cliché al que la gente le gusta pegarse, del que le gusta leer, con el que se aprovechan para unir los cuerpos en una noche sudorosa, de deseos, de muchas excitaciones. El amor, tiene ganas de odiarle un poco.
Le da vueltas. Elige la pijama de ovejas. Las cuenta una a una. Son veinte. El mundo da giros al revés. ¿Por qué el día tiene tantas horas? Le da vueltas. No tiene intención de llegar ni al principio, ni al fin. Ni siquiera sabe a dónde no tiene intención de llegar. Solo que, tampoco quiere llegar.