Por Diego Londoño
@Elfanfatal
Afuera de la casa, cuatro niños con sus bicicletas esperan recorrer las calles del barrio. Gritan en coro aclamando a su quinto amigo. Por la ventana, miran unos ojos tristes con una sonrisa diagonal. Desde el interior una voz maternal resuena como un eco cavernario. Juanchito, primero la clase de piano. Luego el balón y la bici.
Este día, y otros tantos que vinieron después, Juancho Valencia odió la música, así estuviera destinado a ella y la amara como a él mismo. Hoy, él es uno de los músicos contemporáneos más importantes del sonido revolucionario en Colombia y sin exagerar ni un ápice, en América.
Cuando Juancho Valencia nació, y su padre pudo tenerlo en brazos, lo miró con detalle; su boca, su piel, sus ojos y como una sentencia para toda la vida, dijo: “Este muchachito tiene manos de pianista”. Es por eso que Juancho Valencia no tuvo oportunidad de escoger otra cosa diferente que su vida al lado del piano, del sonido, de las canciones y de esa eterna musa reveladora compañera de días y noches, la música.
Juancho aprendió a hablar y a tocar piano al mismo tiempo, tendría tres años, ni él mismo lo recuerda. Ahora, tres décadas después se le ve en los escenarios del mundo haciendo música, con su estilo particular y su cabellera que recuerda la época dorada del funk en los años 70.
Su primera orquesta de tropical fue Mostaza, dirigida por él, y formada por los amigos del barrio que no tenían ni idea de qué era una cuerda o una trompeta. A todos los ponía a marchar, los callaba cuando debían hacer silencio, a cada uno le asignó un instrumento y se lo enseñó a tocar. A los 13 años tocaba en Niquitown, una banda representativa de ska y rock, “hijo: vaya ensaye, disfrute y no pruebe nada de lo que le ofrezcan”, decía su papá. Luego fue pianista en agrupaciones profesionales como Siboney y Timbalaye. Tocaba en bares siendo menor de edad, sus padres lo llevaban de la mano y lo soltaban en el escenario. Terminaba el concierto y de inmediato se iba a dormir para madrugar al colegio.
La palabra jazz llegó por cuenta de Jorge Cottes, músico del Combo de las Estrellas, Tropicombo y Los Tupamaros.
-Juanchito, atención a este acorde, se llama Sol13, ensáyelo y haga ese mismo acorde en todas las otras tonalidades. Esto se llama JAZZ –
Luego de ese sonido las cosas cambiaron para él. El oído y su forma de escuchar. Aprendió sobre la disonancia, y desde que eso se aprende la vida en sí misma se vuelve disonante.
Luego llegaría un proyecto artístico que no sería una agrupación, sino la recreación de un lugar sonoro imaginario donde existe un universo completo que no se limita a la música. A este lugar le llamaron Puerto Candelaria. Sonoramente rebelde: porro, cumbia, bullerengue, pasillo, guabina, rock y jazz. Otro de los hijos de Juancho es La Banda La República, una propuesta con la que daría rienda suelta a su instinto salsero.
A Juancho desde niño lo formaron para ser el pianista de latin jazz sucesor de Michel Camilo o Chucho Valdés, pero él se convirtió en una antítesis, estaba haciendo todo lo contrario. Fue un contundente acto de rebeldía. Juancho, más que el pianista y compositor de agrupaciones exitosas en el mundo, se convirtió en el genio musical que el país estaba esperando, el personaje que le dio glamour y renovó la música colombiana, el Lucho Bermúdez de nuestra época.