Camilo Suárez, una aguja por el surco del asfalto

fotograbación-parlantes

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Vestía camiseta roja, con una “CH” encerrada en un corazón, y aunque no era un chapulín, no paraba de agitar las manos y de moverse para alentar al público, saltando de lado a lado como una pelota de hule en ese escenario repleto de rock. Usaba un chipote chillón para detener el tiempo: con un golpe se detenían los músicos y el público, y con dos, formaba una fiesta protagonizada por las melenas, los gritos y el olor a juventud. Para los que vivieron este momento, seguro lo tendrán grabado en su memoria.

A ese personaje caricaturesco, llamado Juan Camilo Suárez Roldán Martínez, le decían “Burro”, cuando entre risas en la tarima, presentaban a la banda llamada Bajo Tierra, como la quebrada Santa Elena pasando por la avenida La Playa. Su sonido, sin mucha pretensión, impactaba, y cantaba historias que los muchachos no paraban de tararear, de silbar, de bailar. Bajo Tierra le cambió el horizonte sonoro, el presente y el futuro al rock colombiano.

Paralelo a esta banda, la voz del Burro sonaba en Los Cucuyos, una banda integrada por Federico López, Lucas Guingue, Jaime Pulgarín “Papo” y Pedro Villa, de la que hoy sacaríamos una gran agrupación de rock nacional. Ellos alumbraban su sonido con covers de The Clash y otras bandas que resonaban en su cabeza. Y antes, este personaje también debutó en Cancerbero, una banda creada en 1987, con la sonoridad propia de la época, de los instrumentos hechizos y las ganas frenéticas de rocanrol.

Años después, El Burro aparece como un maduro parlanchín del rock, con menos cabello en su cabeza, más delicadeza y elegancia en sus movimientos, y con un atuendo digno de todo un don. Sus nuevas historias se materializan en la agrupación Parlantes, y con ella, nos sigue cumpliendo sueños sonoros a los amantes del rock hecho entre montañas.

Hablamos a través de un chat un miércoles en la noche. Le pregunto si le molesta, si le gusta chatear. Responde con un no y sonríe con una carcajada que no suena en la pantalla: “Normal, mejor conversar. Aquí la cerveza es en muñequitos, ¡salud!”.

Le pregunto por la primera canción que le voló la cabeza pero no la recuerda. “Es muy difícil hacer memoria de ese momento, porque justamente me voló la cabeza”. Sin embargo, la pregunta lo remite a la casona amplia donde creció al lado de sus padres, en el barrio La Castellana en Medellín, donde antes todo eran mangas. Allí escuchaba música en un radio viejo azul, lo último en tecnología, dos pilas pequeñas y a sonar. El radio pasó por sus manos pero también por las de Zunilda, Rosario, Matilde y Ofelia, las señoras que cocinaban y limpiaban la casa. En su barrio escuchó a “Perales”, el pregonero que pasaba cantando cuanta melodía se le atravesara. Esas tonadas a alto volumen le cambiaron el mundo, y fueron, quizá, las primeras que le volaron la cabeza.

¿Por qué Burro? “Dicen, porque soy de carga y paso fino, por el villancico y por el malevo Cambalache ‘lo mismo un burro que un gran profesor’.”

Él, un candidato a doctor por lo que lee y escribe, es un maestro en el arte de hacer canciones y convertirlas en historias de ciudad y en himnos generacionales que se cantan con el corazón. Otra cerveza en emoticón, un abrazo a la distancia y un chat que se cierra a las 9:12 de la noche.

Como músico, letrista y cantante, Camilo se apropia de la ciudad y de sus historias, mientras que con sus manos canta lo que su boca va narrando. El Burro le hace guiños a la poesía, a los escritores, a los vendedores de ciudad, a las historias escondidas bajo la clandestinidad de los semáforos. Su rol se vuelve canto peregrino, pregón de calle con el glamour que solo da lo que ha leído, lo que ha cantado, lo que ha vivido, como un disco rayado, como un canto rayado, como un canto rodado, como un judío errante que canta los pasos, como una aguja por el surco del asfalto.