Desde niño me criaron con radio estaciones que sonaban sus canciones en acetatos (muchas veces se rayaban en el acto y no entendía muy bien qué pasaba), me cuñaron a la cuna con una grabadora marca Silver y escuché “música vieja” desde que tengo uso de razón. “Son las 10:00 de la mañana, radio reloj tu compañía a todas horas”, una emisora en el AM, que ponía desde boleros de Javier Solís y Orlando Contreras, hasta Las Hermanitas Calle, con su visceral y agresiva canción La cuchilla. Mi abuela, la musical Josefina me crió con su música preferida, por eso a veces, este punkero llora de tristeza cuando escucha un tango que le remueve las tripas y le arruga el corazón. Continuar leyendo
Recuerdo con especial cariño la rotación de casettes, vinilos y cds que viví. Recorría la ciudad sólo con la esperanza de conseguir una buena pieza sonora para regrabar, descubrir y vivir. De eso se trataba, de personas que tenían acceso a música internacional y nacional, y que rotaban exclusivamente, con un recelo precioso, a sus amigos, colegas o miembros de su ambiente musical. “Se lo presto, pero no lo rote”.
The Clash, G.p, Babes in Toyland, Parabellum, Frankie Ha Muerto, Sex Pistols, Rodrigo D no Futuro, Sonic Youth, Bajo Tierra, Anti Todo, Klamydia, 1280 Almas, Mudhoney, I.R.A, Masacre, Nirvana, Athanator y todo tipo de recopilas eran regrabadas sobre casettes robados de casa, que ya tenían dos o tres grabaciones de boleros, rancheras y hasta chistes. Las letras de las canciones también tenían su espacio, al igual que los recortes de prensa y las boletas de entradas a conciertos. Todo eso lo guardo con especial cariño, en un lado del corazón, como el más preciado de los tesoros.
El internet no llegaba aún a nuestras vidas, el celular era un lujo opulento y solo el beeper vibraba en los bolsillos, los conciertos se divulgaban voz a voz o con invitaciones hechas a mano y replicadas en fotocopias, las tiendas de discos sabían sobre música y no le vendían a cualquiera, la radio tenía un horario, un dial y se perdía con la rapidez de los días, el lápiz además de escribir servía como rebobinador, y los discos se escuchaban completos, desde la primera hasta la última canción. Quizá cada uno de estos elementos que recordamos con gracia y hasta con cariño, hicieron que pudiéramos vivir la música de una manera especial, romántica, celosa, como un ritual que lastimosamente se perdió con los kilobytes, youtube y el wetransfer.
Por eso yo aún creo en el romanticismo de las canciones, en sacar el vinilo, ponerlo y verlo girar, en organizar los discos, los recortes y en recordar que la música más allá de una industria, de un negocio, es también el alimento de la vida.
Y citando a mi gran amigo Juan Carlos Garay, “la nostalgia del melómano”, aún a pesar del tiempo y de las nuevas dinámicas sociales, vive más que nunca en algunos de nosotros, que usan parte de su sueldo para invertirlo en discos, conciertos y que tienen como eje fundamental de la vida la música, como una partitura que no tiene fin.