Yo creo que llegar a casa, cada anochecer, es un milagro, pues al fin y al cabo nunca sé si mi regreso se producirá.
Confiado en la buena suerte y en las alas protectoras de los ángeles que manda mi mamá a acompañarme durante todo el día, salgo cada mañana a cumplir con mis labores y tareas cotidianas.
Fuera de este maravilloso refugio que se llama hogar, paso la mayor parte del tiempo trabajando, estudiando, al lado de amigos y compañeros de labor, para luego retornar a casa, cansado y con la esperanza de encontrar el abrazo cálido de mis padres, el beso amoroso de mi pareja, y las caras felices de mis hijos, para celebrar la vida alrededor de los alimentos que nos han preparado con amor.
El hogar es el punto de encuentro, para tejer el diálogo fraterno de aquellas conversaciones profundas que a veces son íntimas y difíciles y por supuesto además, para compartir alegrías y tristezas propias de la convivencia.
Por eso la noche en casa, es un momento y lugar sagrado, donde la intimidad, el recogimiento, la tranquilidad, la paz y el descanso deben ser los protagonistas.
Pero… ¿qué sucede cuando llevo trabajo a casa?
– ¿Por qué continuo una labor que, por supuesto es remunerada para garantizar la supervivencia, pero que, al mismo tiempo, sacrifica el encuentro con el otro, quien durante todo el día, me ha estado esperando con los brazos abiertos y el corazón en la mano para compartir, éxitos, aventuras, vivencias, esperanzas y temores de un día de actividad lejos de casa? -.
Pienso que el trabajo remunerado, no tiene lugar en el sagrado espacio de la familia o de la pareja, porque realmente es un tiempo muy corto y escaso el que se tiene para compartir, aunque sospecho que hay algo más de fondo.
Si el “trabajo” sobrepasa las ocho horas laborales, significa que: desborda mis capacidades para hacer el oficio en el tiempo indicado, o las tareas que realizo, son tan abundantes y mal distribuidas que requieren de una reflexión juiciosa desde la misma metodología empresarial, o es un escape o disculpa, para no llegar a casa; o lo que es peor, estando allí en el hogar, un escondite y aislamiento para evadir las expresiones de afecto propios del encuentro familiar y hacerle el quite a la comunicación amorosa y al diálogo profundo porque se torna comprometedor.
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que, si actúo como un “trabajólico”, afecto mi salud física y mental, con estas conductas obsesivas encaminadas a producir resultados, hacia un éxito temporal, pero ficticio.
Sacrifico la pareja, los hijos, la familia, por estar en la alocada carrera por el triunfo laboral, para luego enfermar gravemente a consecuencia del estrés, la ansiedad y la depresión. Todo por pretender ganar un dinero, con la motivación de una mejor calidad de vida, tristemente soportada por la ironía, de que esa meta se alcanza a costa del abandono de los seres queridos, porque dejaron de ser prioridad.
Definitivamente no voy a engrosar la lista de los “quemados por el trabajo”, estresado por asuntos que, a la final, se solucionan, con o sin mi presencia. Y angustiado por el informe que hay que presentar, a ultima hora, por el capricho del jefe de turno, quien luego de una llamada telefónica, en tiempo no laboral y sin la debida planificación, va creando en la empresa una cultura “apaga incendios”.
Voy a llegar a mi casa a descansar y compartir con mis seres queridos, para dar y recibir afecto y abrazos, en el espacio de la intimidad del hogar.
Escucharé música relajante, leeré un buen libro, como aquella novela que me espera en el cajón del nochero.
Y conversaré acerca de nosotros y celebraré la vida, para sentir que no estoy solo, a pesar de la compañía de los que habitamos en casa…pero que al pegarnos del computador o del dispositivo móvil, sin comunicación interna, mostramos la obsesión de estar conectados hacia afuera, escapando de nosotros mismos.
Vuelvo al hogar, de manera milagrosa cada anochecer, con la esperanza del encuentro conmigo mismo, a través del encuentro con otros.