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Muertos de Bojayá tendrán alabaos, chigualos y nueve días de danzas

  • Lo que fuera el escenario de la masacre hoy es un espacio de recuerdos y olvido en medio del abandono y la maleza. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
    Lo que fuera el escenario de la masacre hoy es un espacio de recuerdos y olvido en medio del abandono y la maleza. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
  • Imagen de Bojayá, Chocó, tomada el 6 de mayo de 2002, un día después de la masacre. Foto: El Colombiano
    Imagen de Bojayá, Chocó, tomada el 6 de mayo de 2002, un día después de la masacre. Foto: El Colombiano
  • Habitantes de Bojayá a doce años de la tragedia donde 119 personas murieron. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
    Habitantes de Bojayá a doce años de la tragedia donde 119 personas murieron. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
  • Frente de la iglesia de Bojayá en el municipio de Chocó. Cruz y la señal de prohibido armas de fuego. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
    Frente de la iglesia de Bojayá en el municipio de Chocó. Cruz y la señal de prohibido armas de fuego. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
10 de noviembre de 2019
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Los perros. Lo que Adelfa recuerda cuando habla de esa pesadilla que fue el ataque a Bojayá es a los perros. “Se comían los restos de mis hermanos”, dice la mujer de tez negra, ojos oscuros, dientes grandes, cabello negro y con alguna que otra cana que evidencia el implacable pasar de los años, cuando habla de ese terrible 2 de mayo de 2002.

Sentada en el parque principal del pueblo, con un atuendo alegre de color amarillo y fucsia que contrasta con lo triste de sus memorias, recuerda que los enfrentamientos entre la entonces guerrilla de las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), le arrebataron a dos de sus hermanos. En esa guerra de dos bandos también perdió el oído izquierdo.

Fue la detonación de una pipeta en la iglesia del que entonces todavía era un pueblo la que le arrebató a sus seres queridos. Doña Adelfa recuerda que ese día el río estaba subido y ella lavaba ropa en la parte trasera de su casa junto con su mamá, cuando de un momento a otro llegaron dos lanchas llenas de paramilitares.

“Estaban marcados”, dice ella, refiriéndose a que llevaban un brazalete en el brazo derecho que decía AUC. Los paramilitares, subalternos de Carlos Castaño, solían frecuentar la zona pero no arremeter en contra de la población civil. Sin embargo, lo que detonó todo, fue la presencia de las Farc en el sitio. Eso trajo la demencia y el horror a Bojayá hace ya 17 años.

Era un disputa de territorio, cuenta doña Adelfa, mientras se acomoda la blusa y trata de buscar una foto en su celular para mostrar cómo quedó la iglesia después de las pipetas.

Los resultados del afán por controlar el río Atrato fue el enfrentamiento entre ‘paras’ y guerrilla. Y aunque doña Adelfa no encuentra la foto en su celular para mostrar el horror, se sabe que ese día el panorama era desolador: cuerpos por doquier, las sillas del templo desaparecieron casi que en su totalidad, pero como si fuese una muestra celestial, en medio de las cenizas en que quedó la edificación religiosa, sobrevivió la imagen de Jesús, una estatua rota, sin sus extremidades, pero de pie. Una suerte metáfora de cómo deben sentirse los sobrevivientes a esa masacre: rotos, pero de pie. Como doña Adelfa.

Y así como la imagen del Jesucristo que se resistió a morir con las más de cien personas que cayeron ese fatídico jueves, los bojayaseños, entre ellos doña Adelfa, también se resistieron a dejar morir su esperanza de dar el último adiós a sus familiares, pues consideran que es un ciclo que aún no han podido cerrar porque los cuerpos aún no descansan en la tierra que los vio nacer y también morir.

Imagen de Bojayá, Chocó, tomada el 6 de mayo de 2002, un día después de la masacre. Foto: El Colombiano
Imagen de Bojayá, Chocó, tomada el 6 de mayo de 2002, un día después de la masacre. Foto: El Colombiano

Después de esa pausa, doña Adelfa continúa recordando. “Los perros se comían a la gente”, dice mientras levantaba su miraba buscando a su hija de al menos 12 años, “ella es la que sabe dónde está la foto, yo de tecnología no sé”, nunca pudo conseguir la fotografía, pero dice que la imagen la tiene en su memoria, “es un hecho que marcó a la gente en esa época”.

Dijo, que una vez todos los paramilitares estuvieron en la cabecera municipal, los bojayaseños empezaron a correr para resguardarse, pues con los antecedentes de tener a los grupos armados ilegales en su tierra no auguraba un buen final.

Algunos, como sus dos hermanos, se fueron para la iglesia, pensando que por “ser la casa de Dios”, los subversivos respetarían y no atentarían en su contra, otros más, corrían a resguardarse en la escuela del pueblo y en el convento.

Doña Adelfa, a quien se le debe repetir más de dos veces lo que se le pregunta, por la sordera que le dejó la detonación de las pipetas, recuerda que detrás de la iglesia también habían miembros de las AUC. Se mezclaban entre la población para que no los alcanzaran las balas que volaban, disparadas por las Farc y por los ‘paras’.

Llena de miedo por el infierno de violencia que se había desatado en esa población que apenas supera las 10.000 personas, doña Adelfa corrió a su casa y se metió debajo de la cama. Dice hoy que todo ocurrió entre las 9:00 y las 11:00 de la mañana, que era un jueves. Pese a que la gente, unos 1500, clamaba por paz y salían corriendo de un lado a otro con pañuelos blancos para evitar ser alcanzados por las balas, muchos cayeron. Muchos de ellos menores de edad.

Doña Adelfa, dijo no tener reloj en ese momento, pero a ella le parecía que a eso de las 10:30 escuchó un fuerte estallido. Fue contra la iglesia donde estaban sus hermanos. Sabía que debía salir en busca de ellos, pero también peligraba su vida, así que decidió quedarse allí, escondida, mientras el pueblo era destruido por los miembros de esa guerrilla llamada Farc EP.

Habitantes de Bojayá a doce años de la tragedia donde 119 personas murieron. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
Habitantes de Bojayá a doce años de la tragedia donde 119 personas murieron. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla

Entre el 3, 4 y 5 de mayo un viejo sepulturero del pueblo se metió a la iglesia para sacar los cuerpos. Contaron entre 80 a 100 personas. No podían saberlo a ciencia cierta porque los cadáveres estaban destruidos. De algunos vecinos de Bojayá se encontraron solo las extremidades.

Los restos fueron subidos a una lancha que los transportaba a Vigia del Fuerte (Antioquia), un corregimiento que recibió a sus hermanos del Atrato totalmente destrozados. No hubo espacio, ni tiempo, ni dinero para que los bojayaseños lloraran a sus muertos y menos rindieran unas honras fúnebres como es debido. Tan solo fueron metidos en una fosa común.

El pueblo donde ocurrió la masacre, hoy está desolado, la maleza se comió las casas, y la única edificación que está en pie es la iglesia, la restauraron en conmemoración a todos los caídos allí.

Está cerrada pero bien pintada y en la parte derecha hay un relato que dice: “cuando viajamos por nuestro río, cuando caminamos por nuestro pueblo, cuando nos congregamos en este templo y recordamos el 2 de mayo de 2002, entonamos un canto de esperanza para que estos hechos no se repitan y podamos danzar con la alegría de vivir en un mundo sin violencia”.

El pequeño relato culmina con la frase “en memoria de nuestros hermanos martirizados en este templo”.

Al lado de la iglesia, donde quedaba el colegio y donde también cayeron algunos, se siente un fuerte olor. El olor a muerte que señala doña Adelfa sintió durante esos días de la masacre. El olor es nauseabundo, como a sangre podrida. Un olor que parece que se negara a irse del lugar.

Los familiares de las víctimas quienes esperan por el regreso de los cadáveres el próximo 11 de noviembre, están ubicados en Bellavista, que es como una segunda Bojayá. El renacimiento de la tragedia. Allí hay comunidad afro e indígenas emberas.

Frente de la iglesia de Bojayá en el municipio de Chocó. Cruz y la señal de prohibido armas de fuego. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla
Frente de la iglesia de Bojayá en el municipio de Chocó. Cruz y la señal de prohibido armas de fuego. Foto: Donaldo Zuluaga Velilla

El retorno

Doña Adelfa quien es conocida en el pueblo por sus grandes conocimientos con las plantas cuenta que hizo que con sus múltiples remedios muchas mujeres quedaran embarazadas y que pudo sanar algunas enfermedades, espera que sus dos hermanos regresen el próximo lunes. Al fin podrá enterrarlos.

Para ello, se prepara con sus 42 compañeras que hacen parte del grupo Cantadores De Pogue y Voces de Resistencia. Ellas tienen la misión de cantar alabaos y chigualos, a los más de 100 muertos que les entregará el gobierno.

Con este acto, simbólico para ella, pretende que no solo sus dos hermanos de sangre, sino también sus hermanos de tierra descansen, pues considera que desde ese entonces ni los vivos, ni los muertos han tenido paz. Los vivos no han cerrado ese ciclo de mortandad que esperan no vuelva a ocurrir, y los muertos no han tenido un respiro en la eternidad.

La líder de las cantaoras es doña Luz Marina, una mujer de tez negra, de contextura gruesa y de baja estatura, tiene cabello corto y trenzas que le llegan al hombro.

Doña Luz Marina que no fue victima directa de la violencia, pero ha visto sufrir a su pueblo, por lo que tomó la vocería y empezó a surgir con sus costumbres ancestrales. Los afro suelen realizar un tipo de cultos a las personas que parten de este mundo.

Entre alabaos, que para ellos significa dolor, y los chigualos que es música alegre pasan los velorios y sepelios de sus allegados. Para recibir a los muertos en la masacre no será la excepción.

“Desde que llegan los cadáveres al aeropuerto se rezan tres padre nuestros, un Ave María en alabao. Después sigue un recorrido por el pueblo y le vamos cantando. Hemos compuesto varias letras en razón a la violencia”, dijo doña Luz Marina, quien procedió a cantar una de las estrofas.

“Tenemos una tristeza porque se murió mi abuela, ella era del Baudó pero no volvió a su tierra. En los momentos difícil queremos la realidad, que la gente que se muera lo podamos enterrar. Y el equipo de alabaos hoy nos queremos embarcar para contar ante el mundo verdadera realidad”, fue uno de los apartes de la canción que crearon para las personas que murieron en la masacre pero no eran bojayaseños.

Doña Luz Marina, señala que las alabanzas son diferentes para los adultos y para los niños. Incluso,

explica, que a los niños los clasificaban en tres partes, los Erubines, Querubines y Patones.

“Erubin son los que nacen y no maman entonces el dolor es para su mamá que lo tuvo. Los querubines son los que sí maman y los patones son de 10 años hacía arriba”, dijo y añadió que a los niños le suelen cantar los chigualos, mientras que a los adultos le cantan los alabao.

La vestimenta para cada danza es diferente. Los alabaos deben estar con ropa blanca y negra, mientras que los chigualos lo hacen con colores alegres.

Durante el sepelio de las víctimas de la masacre cantarán ambas danzas ya que allí cayeron desde niños no nacidos, jóvenes, adultos y personas de tercera edad.

La velación siempre la hacen en la noche y dura solo 12 horas. A las 8:00 de la mañana del día siguiente preparan los féretros para llevarlos por el pueblo en medio de cánticos y danzas.

Al llegar al cementerio y previo al sepelio un conocedor afro, más conocido como sabedor de la costumbre, realiza una oración para ahuyentar “al enemigo”.

“En el momento del entierro acostumbramos que el familiar o algún amigo que quiere decir algunas palabras lo hace. Hay una oración especial que se llama la Magnifica, se reza con agua bendita para que si el enemigo está por ahí rondando, se espante y se vaya”, señaló doña Luz Marina.

La mujer que siempre tiene una sonrisa en su rostro y lleva la música en la sangre, dijo que durante nueve días a las 8:00 de la noche se realizarán oraciones y en medio de las mismas se volvían a cantar los alabaos y los chigualos.

Y Adelfa, que al pensar en Bojayá piensa en los perros que devoraban los cadáveres, ahora podrá también recordar que ya pudo enterrar a sus hermanos y que, al fin, tras años de esperar, ellos descansan en paz.

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