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La dolorosa historia de Gerardo, un venezolano que terminó en La Ceja

Gerardo es un venezolano que, en su voz, cuenta las dificultades que pasó antes de llegar a nuestro país.

  • 1. Germán Javier Boscán recorre las calles de La Ceja. 2 y 3. La crítica atención a enfermos y góndolas vacías muestran las dificultades que viven, a diario, los venezolanos. FOTO Carlos Velásquez y agencias
    1. Germán Javier Boscán recorre las calles de La Ceja. 2 y 3. La crítica atención a enfermos y góndolas vacías muestran las dificultades que viven, a diario, los venezolanos. FOTO Carlos Velásquez y agencias
  • La dolorosa historia de Gerardo, un venezolano que terminó en La Ceja
  • La dolorosa historia de Gerardo, un venezolano que terminó en La Ceja
10 de enero de 2019
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Jamás olvidaré el día que huí de mi país, Venezuela. Despedirme de mi esposa y mis dos hijos cerca de las 4:00 de la mañana, con lágrimas y una tristeza enorme hacía mucho más oscura esa madrugada. Tampoco olvidaré que no pude despedirme de mi abuela, quien falleció ese mismo día, después de varios intentos de recuperarla, en medio de un insoportable calor, falta de medicamentos y escasa alimentación. Había sufrido un accidente cerebro vascular unas semanas atrás.

Antes de llegar a Colombia, el único día que logré verla en la clínica, pasaron cerca de seis horas para que pudieran realizarle una tomografía por las constantes variaciones de voltaje, provocadas por una terrible gestión en el sistema eléctrico nacional. Tener electricidad en Maracaibo, Valencia, Barquisimeto, en toda Venezuela, más que una comodidad, es un milagro.

Mi papá y uno de mis tíos me contaron que algunos días tuvieron jornadas extensas de búsqueda de bombonas de oxígeno. La condición en la que se encontraba la abuela Carmen no le permitió respirar por sí sola, así que su agonía fue más profunda con el pasar de los días: sin electricidad en su casa, bajo una temperatura de más de 35 grados en los días más frescos.

Sin medicamentos para aliviar sus molestias, sin agua en su casa por falta de bombeo de la empresa encargada, lo que tampoco le permitía recibir el amoroso baño diario de mis tías y primas. Y pensar que esa calamidad la vive cada uno de los enfermos en clínicas y hospitales. Miles, sin importar su edad mueren por falta de insumos. Prácticamente les dejan morir.

La ausencia de oxígeno y medicamentos son apenas dos de cientos de problemas que existen en cuanto a salud. En Venezuela, sumamos el 35,18 % de los casos de sarampión que existen en todo el continente americano. 5.643 casos confirmados, solo en el 2018, con 73 defunciones de las 86 que registró el continente (las otras 13 pertenecen a Brasil). De difteria, en los dos últimos años se han registrado 2.036 casos, de ellos 238 personas han fallecido, 118 de estas en el año que recién se despidió, según lo advirtió el último reporte epidemiológico de la Organización Panamericana de la Salud. Esas son dos enfermedades prácticamente erradicadas en todo el continente, cuyo desarrollo se evita con vacunas preventivas y educación. Ni lo uno ni lo otro hay en Venezuela.

La vida sin energía

Me cuesta explicar la angustia que me causa pensar que uno de mis dos niños se enferme, mientras yo estoy ausente de casa buscando una nueva vida para mí, y para ellos, tan pronto los pueda traer acá. Me preocupa no solo la falta de dinero sino la carencia de insumos en las farmacias y centros asistenciales.

En lo que queda de mi país la electricidad es un lujo que muy, pero muy pocos pueden disfrutar. Nos someten a jornadas de más de cuatro horas sin luz. Justo un día después de mi partida esta situación se acrecentó al punto que en mi casa tuvieron hasta cinco días sin electricidad. Eso se unió a la falta de agua y hasta gas para cocinar.

Mi esposa me contaba lo desesperante que era ver a mis hijos dormir empapados en sudor. El sonido provocado por el movimiento de sus brazos para soplar sus cuerpos con un periódico o cartón se convirtió en una forma de arrullo. Más desesperante aún era negarles un vaso con agua.

Se nos volvió una rutina tener que arrastrar los colchones de nuestras camas y habitaciones hacia las salas, donde el calor era un poco más llevadero. Desde las ventanas de mi apartamento veía todas las noches a los vecinos sacar sus colchones a la acera de la calle o ponerlos en los techos de la vivienda, donde pasaban la noche porque el calor en sus casas les resulta insoportable. Algunos despertaban con la luz del sol, dispuestos a vivir una jornada tan fuerte como la anterior.

Al gobierno no le importa que en medio de un tratamiento médico, sabiendo que los hospitales no tienen capacidad de respaldo de energía, esta falle. Situación que hace aún más incómoda, desesperante, extensa y cansona, la larga espera en medio del sudor, de la comezón que te causa la humedad, del mal olor por la falta de aseo.

A diferencia del municipio La Ceja, en Antioquia, región que me ha cobijado desde que llegué, beber agua directamente de las tuberías en Maracaibo es un intento de morir por envenenamiento. En todas las ciudades del país el agua se ausenta de las tuberías de las casas, apartamentos, escuelas y hospitales por mucho más tiempo del que dejan correr. El agua en cualquier rincón de Venezuela no es bien tratada. Divisar el fondo de las ollas es inútil. La cantidad de arena en el fondo se asemeja al de una playa o río.

En mi país el más necesitado que, por consiguiente, es quien más reclama por sus derechos, es violentamente asesinado por las fuerzas de seguridad pública. Sin contar que la delincuencia lidera las estadísticas de asesinatos. En Venezuela son asesinadas 89 personas de cada 100 mil habitantes, según un informe de Amnistía Internacional con fecha del 20 de septiembre del año pasado. Esa es una de las tasas de homicidios más altas en el mundo.

Venezuela era un país conocido, hasta hace unos años, en el contexto internacional por tener en la llamada franja del Orinoco la reserva petrolera más grande del mundo, por la exuberancia y riqueza de sus paisajes naturales, por la belleza de sus mujeres, por sus deportistas, sus músicos y aportes de importantes científicos. Ahora, lo digo con gran tristeza, nos reconocen por ser el país más violento del mundo, por tercer año consecutivo, de acuerdo con una encuesta realizada por la compañía Gallup. Aun es más grave que nuestra situación es peor que países en guerra continua como Afganistán. El 42 % de los encuestados venezolanos declaró, además, que ha sido víctima de atracos.

La tristeza aumenta al saber que aún hay más muertes en el país a causa de infecciones causadas por falta de higiene en los hospitales, además de múltiples casos de desnutrición, que afectan a niños menores de cinco años. En el Hospital Universitario de Pediatría, en el estado Lara, al occidente del país, habían fallecido 16 niños hasta septiembre de 2018, resaltó el reciente informe de la ONU.

En la última década fuimos golpeados por una creciente falta de comida que generó, entre otros problemas, el llamado “bachaqueo”. Un sistema en el que un grupo de personas acaparaba alimentos que revendía luego en negocios informales ante las dificultades para acceder a ellos en la mayoría de los supermercados. Yo huí, pero mi familia aún es víctima.

Se volvió una costumbre diaria para poder conseguir alimentos hacer interminables filas en uno y otro establecimiento. Mientras yo pasaba entre cuatro y ocho horas en una fila para comprar carne, mi esposa hacía otra, en otro supermercado, para intentar comprar, por ejemplo, leche.

Nunca me sentí más humillado que el día que me trataron como ganado. Un policía tomó mi brazo y con un punzante bolígrafo de color azul me marcó con el número 538. “¿Y esto para qué es?”, pregunté. “Ese es tu orden en la fila. Si no estás al abrir las puertas pierdes tu cupo”. Me sentía desesperanzado cuando nos decían que apenas 200 kilos de arroz, azúcar o pasta, habían llegado para las miles de personas que estábamos en las colas.

Ya poco importaba si lo que comprabas era un artículo de primera necesidad u otro para luego cambiarlo. Pasé muchas dificultades porque a mi bebito el médico le recetó una fórmula de leche maternizada. Conseguirla era todo un víacrucis. Me tocó llegar hasta a armar pequeños combos con un kilo de arroz, uno de pasta, otro de harina y un rollo de papel higiénico para conseguir la leche. Así lo alimentamos en sus primeros dos años de vida.

En Venezuela, el Bolívar, nuestra moneda, no sirve ni como papel sanitario. La última devaluación, del pasado 20 de agosto, llegó con la implementación de un nuevo cono monetario, una nueva moneda que llaman “Bolívar Soberano”. Pero nuestra economía como nunca antes, desde hace 15 años, depende del precio del dólar negro que está a kilómetros de distancia del valor oficial que señala el gobierno. Existe un mercado paralelo del dólar –ante la creciente devaluación de la moneda nacional– que rige el destino de la economía, de los precios de los alimentos, servicios públicos y de salud, medicinas, repuestos, materiales de construcción... todo, todo.

El transporte público en Venezuela es casi un cuento del pasado. Son miles de personas que se trasladan a pie, por hasta cinco kilómetros, para llegar a sus puestos de trabajo. Actualmente, quien no desee caminar debe montarse en un camión 350, nuevamente con trato de un animal, apretados, de pie, como si fuésemos reses camino a un matadero.

Dejé a mi esposa y dos hijos en las peores condiciones de vida. Huí, desesperado, cansado, frustrado, impotente. Lleno de ira, odio, rencor. Con hambre de vida, de tranquilidad, de paz. Con el más terrible de los sentimientos de responsabilidad por saberme incapaz de responder a los míos como lo merecen. Queda cuesta arriba luchar contra todo un gobierno que domina todos los poderes y que los pone en contra del pueblo: armas, jueces, impuestos, servicios. Y más indignante y frustrante es que no tienes a quién reclamarle.

Jamás olvidaré la noche antes de partir. Aproveché que mis niños y esposa estuvieron fuera de mi cuarto, aseguré la puerta, me metí en la ducha y de rodillas lloré, lloré y lloré pidiendo perdón a Dios. Rogando a Él que los cuidara, diera fortaleza, paciencia y sabiduría. Lloré hasta sentir arder mis ojos al saber que dejaba a tres hermosos seres a la deriva. Desgarré mi garganta, desesperado, triste, abatido por no sentir, sabrá Dios hasta cuándo, sus bracitos arroparme por las noches al dormir, o los labios de mi compañera de tantas batallas al despedirme o recibirme.

Lo triste es que, a mis 34 años, no soy el único. Apenas soy uno de millones de venezolanos que han huido por mi misma situación y, aunque parezca increíble, por razones y condiciones mucho peores.

No siempre tuve todo lo que quería. Pero en mi infancia jamás me faltó lo que hoy les falta a mis dos hijos: el mayor, quien golpeó mi realidad e inmadurez hace 12 años, y uno de cinco, quien roba la sonrisa de su hermano, mi esposa y yo constantemente en nuestro hogar. Ellos son los seres más inocentes de un sistema que ha acabado con absolutamente todo en mi país. No hay comida, ni seguridad, ni salubridad, ni vialidad, ni empleo, ni dinero. No hay nada literalmente. No tenemos vida. No han acabado con el oxígeno porque el régimen no ha encontrado la manera de hacerlo. Aun así mantengo viva mi fe y esperanza de un mejor futuro para mis hijos, para mi esposa para mí y todos los venezolanos.

* Migrante venezolano radicado en La Ceja, Antioquia.

3
millones de venezolanos han salido de su país en los últimos 18 meses: Acnur.
$422
mil millones, a 2021, deberá invertir Colombia para atenderlos, según el Conpes.

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