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Cómo es eso de las estrellas

09 de febrero de 2009
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Cuando era niño, hace una galaxia de años, me decían que cada uno de nosotros los habitantes del planeta Tierra tenía una estrella. Y apenas hoy me preguntó para qué nos habían regalado una estrella. Y al hacer las cuentas veo que sobran millones y millones de estrellas y bien nos podrían dar de a millón a cada uno y el cielo seguiría lo mismo de iluminado, si es que pudiéramos traernos las estrellas a casa.

En aquellos tiempos uno no se hacía preguntas tontas porque es tonto preguntar para qué nos regalan una estrella. La recibimos y ya está. Por lo menos eso hice yo y no me creé problemas de ninguna clase. Ahí tengo mi estrella, la miro siempre que está destapado el firmamento y no complico más esta vida. Podría decirles cuál es mi estrella, pero se me crearía un grave problema porque, como es un cuerpo de hermoso brillo azulado, muchos la reclamarían.

De modo que no quiero líos con posibles reclamantes ni voy a armar una guerra porque otros reclaman mi estrella, la que me dieron de niño, cuando mi padre miraba el cielo desde el patio de la casa. Además, tengo una hermosa razón para no descubrir el nombre de mi estrella, porque también era la de mi hijo Óscar que la contemplaba todos los días de verano desde sus ojos de hermoso muchacho. Sin embargo él, que era todo bondad, me dice al oído: Sirio, Sirio es nuestra estrella... Puedes contarle a todo el mundo.

PAUSA. Bertold Bretch le decía a su "ella": mis palabras son para ti.

HABLAR. Alguna vez, en un viejo libro de un fotógrafo francés con textos míos, escribí una cosa que puede ser una nadería: hablar, lo mejor del mundo. Pero si hablo de naderías debo anotar que de eso está hecho el mundo, y el universo, y el mismo amor que se aferra a una nadería llamada beso, caricia, palabra que se desliza hasta los otros ojos. No hay más grande nadería que la pequeñez del átomo y ahí lo vemos como invisible señor del cosmos, de la creación toda con sus descomunales complicaciones y maravillosos misterios.

Y ahora al milagro de hablar de añaden el plus de la salud mental. Por lo menos eso dicen los que cuentan estrellas, esponjas de mar, hormigas amazónicas, miradas en la noche, lo que nos enseñan los que saben toda esa brujería de saber vivir y tal vez no saber morir aconsejan que para estar bien con nuestras neuronas y con el resto de nuestros secretos vitales, conviene hablar por lo menos diez minutos cada día. Ojo, oído, diez minutos por 24 horas, aunque dicen que por lo menos, de modo que podemos pasar campantes por el cuarto de hora y pelearle el puesto de siete horas de discurso a don Fidel Castro.

Hablar, claro, la delicia de hablar, pero la otra delicia y que supongo es de mayor valor terapéutico y amoroso, es escuchar. Oír la palabra que viene desde la misma masa o por el aire, como un pájaro encantado. Hablar, he ahí el medio secreto. Escuchar, la otra mitad, está en poder de quien tenemos a nuestro lado.

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