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22 de enero de 2013
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"Vosotros, criminales que estáis ante los jueces, / Vosotros, criminales en las cárceles, asesinos encadenados y maniatados con hierros, / ¿Quién soy yo para no estar también ante los jueces o en la cárcel? […] (Walt Whitman ).

Como recitando las líneas de un guion mal escrito, el actor principal de la película, Lance Armstrong, dijo: "Yo no fui el promotor de esa cultura [del dopaje], pero tampoco hice nada para detenerla".

En el juicio público-mediático del siete veces campeón del Tour de Francia hubo algo de comedia, de cine y de drama teatral. Pero a lo que más se pareció fue a un circo romano.

Patético.

Oprah Winfrey, la buenaza que regala casas, oficia de confesora y escurre lágrimas por doquier; envolvió sus generosas carnes de azul cielo y cual César se apoltronó en el palco. Millones de televidentes aguardaban con impaciencia el derramamiento de sangre.

De bléiser y camisa de puños, el condenado se veía pálido, con los labios casi invisibles. Él sabía lo que le esperaba: no solo era famoso por su fuerza en la cicla, sino por ser un "bully" (matón) inclemente con sus compañeros de equipo. También era detestado por la prensa, por creerse lo que de hecho todos creímos que era: un dios pedaleando.

A la usanza romana, el gladiador, casi a punto de morir, saludó a la de los laureles. Una serie de preguntas de respuesta cerrada "sí/no" aseguraron su condena. El pulgar de la emperatriz giró hacia abajo.

La suerte estaba echada: el condenado sería devorado por las fieras al otro lado de la pantalla.

Antes del programa de Oprah, imaginaba a Armstrong como al luchador de la película "Gladiador", con orines escurriéndose por sus piernas temblorosas.

Nosotros, mortales de a pie, observamos a los famosos como ratas de laboratorio a través del cristal empañado de los medios de comunicación. Y protegidos por el manto del anonimato (nuestras faltas siguen siendo nuestras porque gozamos del privilegio de la intimidad), nos reservamos el derecho a condenar a esos "bichos extraños".

Nos aseguramos de que Armstrong no solo fuera despojado sino humillado, porque "se debe al público": "¡Ohhh…", nosotros "los buenos", jamás hubiéramos imaginado que alguien pudiera ser "tan malo".

¡Sociedad hipócrita…, cebada por las fábricas de héroes de los medios.

¿De dónde, si no, el celo morboso de la violación a la norma como vía expedita para asumir una "superioridad" moral y atacar en gavilla?

[…] Bajo este rostro que parece tan impasible, corren de continuo las olas del infierno", prosigue Walt Whitman en Hojas de hierba.

¿A quién vamos a destrozar esta semana? ¿Quién nos hará sentir menos culpables?

¡Echen el lance… Y que pase el siguiente.

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