Los alardes en los escudos de las empresas de seguridad privada, águilas, puños cerrados, ojos omnipresentes, son siempre proporcionales a la arrogancia de sus uniformados. Es más fácil entenderse con las tres cabezas del cancerbero que con las dos cabezas de la tierna pareja que forman un guardia privado y su Rottweiler. En los casos en que el celador está armado de una planilla el asunto se complica. Ahora siente que tiene obligaciones de corte administrativo y se convierte en el más quisquilloso de los escribanos, una especie de superintendente con quepis que sólo deja espacio para la paciencia o la injuria. Es de advertir que la dotación de radios, detectores de metales, pantallas y demás juguetes va restando puntos al déficit de sentido común que se exige en las pruebas de admisión. Los que tienen un audífono que se extiende hasta la boca en forma de micrófono resultan verdaderamente infranqueables. Están blindados.
Según Fenalco en Colombia hay 170.000 uniformados de empresas privadas con encargos diversos, un ejército que todos los días pone a prueba el equilibrio y la resignación de sus compatriotas. Poco a poco nos hemos acostumbrado a la necesidad de sus corbatas y sus ritos maniáticos para cruzar algunas puertas. Sin embargo, desde hace unos años los celadores han venido ganando terreno, ya no se conforman con las porterías de los edificios ni con los atrios de los bancos ni con los pórticos de los aeropuertos, quieren cuidar la ciudad entera regidos por el simple reglamento que les dictan sus patrones. Porque cuando usted la habla a un vigilante de los derechos constitucionales él hombre le muestra los colmillos propios y los de su mascota antes de aplicar su manual de procedimientos.
En Medellín el primer político que entregó las responsabilidades de seguridad pública a las empresas de vigilancia fue Sergio Naranjo. En 1996 contrató celadores para que hicieran el trabajo de la policía en el centro de la ciudad. Una idea peligrosa e inconstitucional, una aberración democrática que cualquier inspector estaría en capacidad de reconocer. En esa época recuerdo que un vigilante algo contradictorio intentaba cerrar el parque San Antonio a las 12 de la noche. Cuando le dije que eso era un espacio público, que él debía encargarse únicamente del cajero electrónico, encontré una respuesta para enmarcar: "Esto es un espacio público pero cerrado al público".
Más tarde Luis Pérez reincidió en la misma idea. Cuando no se le ocurrían barbaridades propias copiaba las ajenas. Sus llamadas "zonas seguras" también tenían la intención de entregar a los particulares las funciones indelegables del Estado. Poco a poco los delincuentes se dieron cuenta que era una buena forma de legalizar su control sobre algunas zonas de la ciudad. En el 2003 Amnistía Internacional advirtió que miembros de los paramilitares estaban infiltrados en el programa "zonas seguras".
La reinserción del Cacique Nutibara terminó por complicar el tema. Los negociadores paras Impusieron la idea de que sus guardaespaldas tenían que ser sus hombres de confianza. Y el Estado legalizó su guardia. En julio de 2005 el presidente Uribe pidió a las empresas de seguridad privada que cooperaran en la lucha contra la delincuencia y el sector respondió proponiendo el uso de combatientes desmovilizados en tareas de vigilancia. De modo que el Estado terminó contratando a sus propios enemigos como proveedores de la más delicada de sus obligaciones. Se perdió el control total y por contagio pasamos de los celadores torcidos a los policías untados y a los fiscales turbios.
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