En la sofocante e improvisada cancha de polvo naranjado, Byron* le ha dedicado tantos goles a su padre que si los pusiese en galería, tapizaría el cielo de su barrio encumbrado. O, por lo menos, el callejón que lleva a donde está el nombre de su padre.
Todos quieren ver en su equipo esa figura diminuta, de escasos 14 años, que parece desbaratarse cuando corre con el balón. Su amague extendido, de largas zancadas, es tan efectivo que al terminar el primer tiempo cambia de equipo.
Se lo pelean, incluso si pide minutos en pleno juego para hacerse a un lado y embotar su dedo gordo con cinco capas de tela cuando este asoma por sus guayos rotos, desgastados por tantas jugadas y tantos goles en esa cancha rojiza.
—Esto no pasaría si mi papá estuviera acá. Él ya me habría dado unos guayos nuevos— relata.
Cada vez que Byron la embocaba en el arco contrario, corría hasta las gradas donde su padre lo animaba: “Así es, así es mijo” y le besaba la frente.
Pero eso fue un año atrás. Hoy, cuando hace los goles, levanta sus brazos al cielo, se santigua y susurra: “Esto es para ti, papito”. En esta misma cancha de estelas rojas de polvo en verano, y enormes charcos de lodo en invierno, Byron lo vio morir.
Cuenta esta historia cabizbajo, recordando el eco de las balas en su mente con un sonido impronunciable en su boca, con su voz quebradiza, con su negro perro Roco* que no para de mover la cola y las orejas, siguiéndole el rastro en la arena y sus lágrimas en la tierra.
“Tas, tas, tas. Ahí cayó. Esa gente después se subió a las motos y se voló. Yo solo corrí hacia él. Lo vi morir”. Las imágenes se repiten una y otra vez, y por eso el cielo, cuando hay goles en la cancha de Sol de Oriente, se llena de celebraciones en el nombre del Padre, de Byron.
Los buses del sustento
El primer bus que Byron coge en la mañana baja hasta el Centro, pero él se baja a diez cuadras de su casa. A las 7:00 a.m. empieza su jornada.
Antes de salir de su vivienda, se mira en el espejo traspasado por un corte en forma de rayo y se organiza cualquier cabello fuera de lugar. Roco lo sigue, pero el joven lo devuelve con el típico “shhhhssss”.
Veinte minutos después sube en el bus que viene del Centro al barrio cuyas casas apiñadas y regadas en la montaña parecen una réplica de un pesebre con todo y caballos de carga, aunque hayan sido prohibidos por la Alcaldía hace tres años. Son 20 viajes yendo y viniendo.
—Me vendo, casi siempre, dos bolsas de confites. Son 15.000 pesos que me sirven para darle a mi mamá para la comida— cuenta. Al mediodía, Byron toma el último bus. Repite de memoria la retahíla para vender los cuatro confites que le quedan.
“Lleve uno en 100, dos en 200 o tres por 500”. Al terminar se baja en la esquina y pasa presuroso por la cancha. Se detiene en la cruz pintada de blanco en la pared gris, justo donde cayó su progenitor. Una oración sale de su boca y corre. La escuela lo espera.
—Mamá, ¿ya están listos el almuerzo y el uniforme?— pregunta el niño. —Sí, todo está en la mesacontesta Cecilia*.
Cerca a ellos Roco mordisquea un balón. No quiere separarse del juego, de Byron. —No jugués más. Te va a coger el día— le reprocha su madre.
La calle de las viudas A Blanca* le sobran los dedos de las manos para contar los días que trabaja planchando y lavando, para sobrellevar la carga económica que dejó el asesinato de su esposo. Se sienta en una silla junto a una ventana de madera. Su casa está ubicada en una calle estrecha donde a cuatro mujeres como ella les fueron arrebatados sus amores. Es la calle de las viudas, en la comuna 8.
Su casa es de paredes blanqueadas con cal y techos de zinc que en el día se calientan de manera insoportable. Ahí quisiera despojarse de su ropa. Y en la noche la congela más de lo que ella deseara, entonces tres cobijas y dos sábanas terminan en su cama. Todo es apretujado.
Tiene una mesa sobre la que guarda sus enseres, y encima las ollas y platos hacen las veces de alacena. Una foto cuelga de una de las paredes: los ojos fijos, una dentadura casi perfecta y ese bigote — bien cuidadito, como a mí me gustaba— explica Blanca. Es Carlos. El hombre con el que pasó los últimos 20 años y que en un acto confuso perdió la vida. Fue hace año y medio, cuando después de despedirse por la reja de la ventana dijo que volvería temprano.
—No volvió. No cumplió su promesa de volver. Me dejó acá solita y la verdad no lo aguanto— cuenta. Sus ojos claros se anegan cuando recuerda las deudas, las necesidades, pero sobre todo, cuando trae los recuerdos de Carlos tirado en la acera, baleado por un muchacho de 15 años de edad.
“¿Por qué él, por qué? Él no le hacía daño a nadie. Sólo le servía a la gente, divertía a los chicos, jugaba con los grandes. Yo no sé que voy a hacer”. A veces dice que quiere morirse. Con el trabajo de dos o tres días a la semana, Blanca no logra subsanar sus deudas, y en ocasiones, el sueño es su mejor aliado para mitigar el hambre que la acosa sin parar.
Cuando siente el vacío que le dejó Carlos, que no describe con palabras, pero sí con lágrimas que salen, dice ella, del corazón, toma un álbum en el que eternizó los recuerdos con imágenes de los paseos y experiencias que vivieron por cuatro lustros.
Lo besa, lo toca, dice que en el cielo él siente sus caricias. En la misma callejuela de las viudas vive Carolina*. Sus negros y ondulados cabellos, cortos y despeinados, le dan un aire de mujer de treinta, pero en realidad tiene 26 años, dos de ellos viuda.
El día que asesinaron a su Pedro*, el hombre que la llenó de chocolates y cartas en su adolescencia y que luego juró que se quedaría hasta que la muerte los separara (y le cumplió), los rumores llenaron el pequeño callejón y llegaron hasta la prensa.
Fue un domingo. Pedro se despidió como a la una y le dijo que volvería en la noche. Fue otra promesa rota, porque unas cuadras más abajo, 26 impactos de bala le segaron la existencia.
“Yo escuché la balacera. Empecé a marcarle al celular y no me contestaba. Me entró el desespero. Después el hermano me llamó y me dijo que si Pedro estaba acá, yo le dije que no, entonces me gritó que lo habían asesinado”, recuerda Carolina.
En los diarios, por información de la Policía, salió que Pedro, el de las chocolatinas, el que según ella mediaba en su barrio para que hubiera paz, el de los detalles, el padre de su hijo, fue señalado como integrante de un combo de un barrio, al servicio de La Oficina. “Pero eso es mentira, él no era una persona mala”.
Las constantes preguntas de su hijo, quien aún no comprende por qué mataron a su “papito” es lo que más le duele a Carolina. —Mamá, ¿por qué mi papá? Si él era bueno. Jugaba conmigo. Qué pereza estar sin él— dice Sebastián*. —Mi niño, esa es la misma pregunta que me hago yo todos los días. Pero tenemos que seguir adelante— contesta.
La época más dura para Carolina y Sebastián fue el diciembre pasado. Ninguno quería ni regalos ni feliz Navidad ni feliz año nuevo. “¿Felices? Nada, todo ha sido muy duro y nos tocó empezar de cero. Ahora estoy trabajando para salir de tantas deudas que nos quedaron”, explica la joven.
Dos veces por semana (o tres cuando “los patrones” las llaman), Carolina y Blanca limpian los pisos, preparan la cena, tienden las camas, lustran las porcelanas, friegan los platos “en una casa de ricos en Laureles”, dicen ellas.
Cuando terminan el oficio, se paran en la esquina a esperar el bus y se fuman un cigarrillo. Uno para las dos, para no descompletar el pasaje “que ya subió a 1.700 pesos”.
Mientras fuman se cuentan sus desgracias y terminan preguntándose por qué los mataron. También sobre cómo erradicar de sus hijos la sed de venganza que se ha despertado por el asesinato de los padres. Además, han solicitado ayuda en las alcaldías, gobernación y dicen que no han tenido respuesta.
Viene el partido
—Mamá, yo quiero saber quién mató a mi papá y por qué lo hizo— dice Byron. —Mijo con eso no ganaría nada, le responde Cecilia. Mejor camine rapidito pa’l colegio que lo cogió el día y lo van a dejar por fuera.
Cecilia deja a su hijo de 14 años en la puerta del colegio, con tres bendiciones y un beso. Se dirige a su trabajo como vendedora de chance en un bar de la ciudad donde trabaja hasta las 10:00 p.m.
Regresa cuando Byron ya está dormido. Confiesa que se va más temprano porque le comprará un par de guayos. “De los baratos”. Con estos, Byron tapizará el cielo de su barrio, o la calle donde está elnombre de su padre, cuando el sábado haga un gol, levante sus manos al cielo y piense “esto es para tí, papito”.