Han sido muy celebrados en los medios los 200 años del nacimiento de Charles Darwin y los 150 de publicación de su obra insignia La evolución de las especies. Sólo que a editorialistas, articulistas y comentaristas se les nota demasiado su "ateísmo criollo" que los lanza más a la supuesta "equivocación" de la Biblia y consiguiente "no necesidad de Dios", antes que a las tesis y demostraciones que heredó a la ciencia el insigne naturalista inglés. Aquí voy a mantenerme en lo mismo, pero al revés: ¿De veras la Biblia se equivocó con respecto a las especies? ¿De veras la evolución es prueba reina contra la creación y el diseño inteligente? ¿Es eso lo que debe pensar el país poscristiano y secular? ¿No se da el mensaje de que en este país hay ciertas especies que no evolucionan?
Porque los humanos nacimos viejos, como en el taquillero y curioso caso de Benjamin Button. Nuestro proceso comenzó a los trece mil setecientos millones de años que tiene el universo; a los cuatro mil quinientos millones que tiene nuestro insignificante planeta; a los tres mil quinientos millones de años en que aparecieron las formas complejas de vida; al millón y medio de años que tienen los humanos primigenios; y nuestra historia real es muy reciente, de hace apenas doscientos mil años. Eso aconseja, dice Hans Küng, no tomarnos demasiado en serio, como si las tesis de la evolución de las limitadas especies terráqueas fueran explicación de la totalidad cósmica y de la universalidad viviente. Es ingenuo y, a veces, ridículo apresurar conclusiones, allí donde los científicos suelen ser más modestos.
Los relatos de creación de la Biblia, de hace apenas tres mil años, son parientes cercanos de los antiguos relatos sumerios, egipcios y cananeos, y también de los más recientes como del Popol-Vuh de las culturas mayas. El propósito claro de esos relatos no es proponer ni transmitir verdades científicas sobre los objetos, sino dimensiones de sentido para los sujetos, que ayer como hoy se interrogan por el sentido del ser en el mundo y en la historia, como dijo Heidegger. Más de uno de nosotros tendría que evolucionar hacia el fenómeno cultural del siglo XXI que distingue con lucidez la verdad y el sentido, el entender y el comprender, la ciencia y la sapiencia, la prueba argumentativa que vence y el relato cultural que convence. La ciencia no es la sapiencia, pero la ciencia no descarta la sapiencia de los pueblos, los símbolos culturales, las dimensiones de sentido, la expresión religiosa de la experiencia humana. La postura contraria se llama regresismo antropológico y constituye la caverna cultural. Decir que la Biblia se equivocó porque no hace ciencia es pasar cuenta de cobro a la literatura, al arte, al teatro, al cine, a la danza, al rito de la mesa y al encuentro de los cuerpos, es decir, a todo aquello que para ciertas mentalidades es inútil.
Tendrán que evolucionar las especies incapaces de comprender que el muñeco de barro y el soplo de Dios es una de las más profundas metáforas de lo humano; que en la costilla se simboliza la unión indisoluble del amor de pareja; que el árbol de la ciencia del bien y del mal es el símbolo vivo de la trabajosa formación de la conciencia moral; y que la vergüenza de la desnudez no la producen los cuerpos, sino las conciencias que proceden contra la conciencia. Hoy la humanidad no es analfabeta en la lectura de las metáforas ni en la interpretación de los símbolos y eso debe asegurarse en todo proceso de humanización, no sea que persiguiendo con legítimo afán la civilización que procede de la ciencia y de la técnica, sucumbamos por la ausencia de cultura, que proviene de las visiones humanas y sociales.
En fin, las especies son nombradas en la Biblia con el sustantivo mîn, vocablo hebreo que nada tiene que ver con el concepto griego de especie, ni de naturaleza, ni de esencia permanente, idéntica siempre, inmutable y no evolutiva. La oposición entre creación de las especies y evolución de las mismas la tuvieron los filósofos esencialistas y los eclesiásticos de hace dos siglos, para quienes la mutación de las especies en sentido griego resultaba un absurdo filosófico. Esa historia no hay que repetirla en pleno siglo posmetafísico y en pleno pensamiento histórico. En el principio creó Dios este maravilloso universo evolutivo, del que por su misericordia somos parte.
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