María Candelaria Rivas vive con las manos en la masa. Hornea pan. A veces hasta dos veces al día porque entre sus vecinos de Caicedo Villa Liliana, de Esfuerzos de Paz y los albañiles de dos construcciones de El Poblado a cuyos caspetes provee, le vacían rápido la vitrina que mantiene de día tapando el hueco de la puerta abierta de su casa, una de las pocas de material de ese sector del centro oriente de Medellín.
A pocos pasos de su vivienda está la quebrada La Castro y en sus orillas, agarradas como con las uñas, hay decenas de casas de tabla cuyos habitantes vierten sus basuras al cauce.
Ella nació en Istmina hace unos treinta años. Como toda la gente de allá, su familia vivía del cultivo de la caña y de la minería, pero ésta se acabó, dejando el pueblo sumido en la pobreza. Como era la mayor, le dijeron sin decirle que debía irse del rancho a buscar mejor suerte. De eso hace ya doce años y todavía extraña la selva, la lluvia constante, el ambiente húmedo que hacía mantener su piel pegajosa y, sobre todo, ¡el río!... Y ese triste afluente que riega su barrio de invasión no logra ni de lejos hacerle evocar.
Pero no es una mujer triste. Va a su pueblo chocoano cada que puede a saludar a su madre y cree que nunca más volverá allá para quedarse. Desde hace un año aprendió a hornear pan, pan de maíz, pan dulce, pan salado, pan grande, panderitos, galletas y tortas en la Fundación Las Golondrinas y por eso vive contenta ocupando las horas que antes eran muertas. Y, si bien, con sus ingresos no alcanza a suplir todos los gastos de la casa, que son muchos pues sostiene a una hija pequeña, Mildrey Samira, y a un hermano medio, Heiler Yesid Ibargüen, menor que ella -y los muchachos gastan que da miedo-, sí contribuye en gran medida a la economía doméstica que antes descansaba sólo en los hombros de Jesús Dante Torres, su esposo. No es que se esté volviendo rica, porque allí no puede vender más que panes baratos, entre cien y mil quinientos pesos, pues nadie es boyante, pero en su casa ya no hay tantas carencias como antes.
Es que la Fundación Las Golondrinas se ha convertido, en 27 años, en la esperanza de muchos habitantes de Esfuerzos de Paz, 8 de Marzo, Caicedo, Llanaditas, en Medellín, así como de algunas veredas de El Retiro.
LA FUNDACIÓN
Todo comenzó con un ropero en Santo Domingo Savio, hace 27 años. Sus fundadoras, Julia Olarte, Luz Vieira y Clara Echavarría de Mejía, sentían la necesidad de ayudar a mitigar el dolor y las vicisitudes de los demás. Al fin de cuentas, las tres amigas eran egresadas del colegio Sagrado Corazón, donde las monjas inculcaban en las alumnas la necesidad de dar en vez de recibir, de modo que no estaban tranquilas y sabían que algo tenían que hacer. Como en el colegio ellas manejaban un ropero, un almacén en el que recolectaban ropa usada en buen estado para entregar a quien no tuviera vestido, decidieron empezar por lo que sabían.
Y de tanto involucrarse con la gente se dieron cuenta de que la falta de ropa era apenas un efecto de la miseria y que ésta se abonaba con ignorancia y desprotección estatal. Había también desnutrición, faltaban escuelas, viviendas, puestos de salud?
Una vez, atendiendo su ropero, las tres amigas vieron pasar una bandada de golondrinas apuradas en su tarea hacer verano. Una de ellas, tal vez Julia, propuso el nombre de Las Golondrinas para la Fundación y así la dejaron.
Andando los tiempos, decidieron hacer una escuela. Compraron un terreno en Llanaditas y Clara pidió a su esposo, Camilo, y a su hijo, ayuda para la construcción. Levantaron los planos y después preguntaron a las mujeres: "¿Cuánta plata tienen para la construcción?" "Cuatro millones de pesos". Ellos rieron, diciéndoles que con ese dinero apenas sí tendrían para mover tierras, pero que de todos modos les ayudarían.
No hubo desánimo. Las Golondrinas mandaron cartas a los industriales en las que les pedían apoyo para su empresa. Socoda les dio puertas y ventanas; Corona, pisos y sanitarios? y así, como en el conocido cuento de la sopa de piedras, fueron dándole forma al sueño que hoy alberga a más de 1.500 niños a quienes educan y alimentan todo el año; capacitan en oficios como confecciones, panadería y reparación de computadores a los grandes.
Ya convertida en una empresa filantrópica, Las Golondrinas, dirigida por Gabriela Santos, una trabajadora social que se unió a la bandada hace tres años, cuenta que muchas personas llegan a la institución en procura de un mercado. Y si bien al brindárselo harían una labor encomiable, pues mitigarían el hambre de una familia por unos cuantos días, tratan de que esta dádiva sea el inicio de la recuperación familiar. Un grupo de profesionales visita la casa de los solicitantes y trata de encontrar la causa por las cuales no tienen comida. Es fácil que encuentren un grupo de parientes desplazados por la violencia, cuyos oficios campesinos de nada le sirven para la subsistencia en la ciudad. Es cuando ofrecen a los padres capacitación en oficios y a los chicos -que bien pueden estar desperdiciando su existencia en hacer maromas en los semáforos a cambio de unas monedas- a que ocupen los bancos de la escuela.
Atraídos por la comida, como es apenas natural, chicos y grandes se integran a los programas, que están enriquecidos con la enseñanza de valores. También pueden acudir al médico general, al odontólogo, al psicólogo. Si bien éstos tienen como prioridad la atención de las personas matriculadas en las actividades de Las Golondrinas, también atienden a los vecinos que no tienen un carné de salud, que son muchos.
La bandada se ha multiplicado. Además de las fundadoras, que siguen al frente como capitanas, hay un grupo amplio de mujeres voluntarias y otro de benefactores. Todos se lamentan porque necesitan más recursos de los que tienen para asistir a tantas personas. Tienen entre sus planes la construcción de un colegio en Caicedo, puesto que los adolescentes que egresan de las escuelas no cuentan para el bachillerato más que con el Gabriel García Márquez y éste no da abasto, al punto que no es raro ver decenas de muchachos sin hacer nada en las esquinas del barrio. Pero también, hay que decirlo, Las Golondrinas viven contentas disfrutando lo que tienen y hacen.
Aunque no lo diga, Clara Echavarría de Mejía parece sentir un aprecio especial por los roperos que ahora funcionan. Ella también, como la gente del sector, le dice "Camino Real" al de Llanaditas, porque, más que tienda de ropa, es una miscelánea. Cómo no lo va a querer si ese fue el inicio de todo.
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