Como si Dios también quisiera expresar su tristeza por las víctimas, bastó que el obispo de la Diócesis de Caldas, José Soleibi, echara la última bendición y pronunciara el habitual "podéis ir en paz" con el que acaban las misas, para que sobre el pueblo arrancara a llover.
-Es que Él también está llorando por nosotros-, dijo una señora familiar de una de las víctimas mientras la lluvia seguía cayendo sobre la multitud y sobre los mismos féretros que estaban ahí frente al atrio de la iglesia del parque de Amagá, donde se celebró la Eucaristía por diez de los 18 cadáveres que hasta ayer se habían rescatado de la mina San Fernando.
Exactamente, a las 11:15 de la mañana empezó la misa. En casetas ubicadas en el parque al frente de la iglesia se ubicó la multitud, centenares de amagaseños que llegaron a acompañar a sus familiares, allegados y amigos en esa última ceremonia en la que el sacerdote los despide de la vida y trata, sin mucho fruto, de darles fuerzas a los que se quedan llorando.
Al tiempo, las nubes empezaban a cerrar el cielo, que toda la mañana estuvo de un azul intenso y sólo a esa hora empezó a perder la batalla con los nubarrones. Un hilito azul, sin embargo, se resistía al gris y a las goteras.
-La cometa sube más alto cuando el viento es contrario. Y si sabemos manejar ese viento y la cometa, saldremos de la dificultad-, decía el Obispo.
Las nubes, entre tanto, danzaban. Y cuando iban 20 minutos de la misa, enviaron las primeras gotas sobre el parque de Amagá. Un pedacito de azul seguía ahí, insistente, sin dejarse vencer.
-Somos hijos del mismo Dios, tenemos que estar unidos en fraternidad-, exclamó el Obispo. Minutos después una melancólica trompeta sonó y expandió su eco de tristeza sobre todos los rincones del parque.
Fluían llantos. Abrazos. Sollozos. Gemidos. El prelado pronunció de nuevo los nombres de los muertos por los que oficiaba la Eucaristía y elevó su bendición sobre los feligreses y los féretros, todos filados ahí junto al altar improvisado en la tarima.
Y con ese signo final -la bendición- vino la lluvia, que mezcló sus sonidos con las voces del gobernador, Luis Alfredo Ramos, y de la alcaldesa, Auxilio Zapata, que llevaron consuelo, aliento y compañía sobre una comunidad dolida por la tragedia.
-Estaremos acá hasta que se saque al último de los atrapados-, dijo Ramos.
-Que Dios nos dé valentía y la fe para superar esta dificultad tan grande que pasamos-, expresó la alcaldesa.
Sobre las 12:20 minutos, arrancó la caravana al cementerio y a medida que la romería avanzaba por las calles del pueblo, el aguacero se iba suavizando.
Y justo cuando el último cadáver, el último féretro de los diez hizo su ingreso al camposanto, sobre el pueblo no cayó una gota más.
Fue un sepelio lleno de gritos, de llantos desbordados y lamentos. Amagá derramó hasta la última lágrima por los idos y por los que en el socavón de la San Fernando aún esperan el rescate, en el que a pesar de tanta contingencia, hay quienes sueñan un milagro de vida.
Para muchos, ese torrencial a la hora del sepelio fue como una premonición.
Así lo dijo otra señora adentro del cementerio mientras veía sepultar a tanta gente tan amada y tan conocida por ella desde hace tantos años:
-Si Dios nos acompañó con su llanto hasta acá será por algo bueno...-.
Eran la 1:30 de la tarde. Todo era tristeza. Pero el cielo de Amagá estaba, de nuevo, intensamente azul.
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