En el mundo consumista en que vivimos, nuestra calidad como padres a menudo se mide por los esfuerzos que dediquemos a tener a los hijos contentos o, por lo menos, ocupados.
Quizás por eso asumimos como una obligación sagrada asegurarnos de que ellos estén entretenidos a todas horas y, por lo tanto, viven sobrecargados de toda suerte de clases, entrenamientos o actividades.
Como si fuera poco, cuanto minuto les queda libre se conectan a la televisión, al teléfono o a la computadora para que los distraiga. Lo que parece inexplicable es que, a pesar de todo lo que tienen para divertirse, se aburren más que nunca.
Se podría pensar que al vivir con tantas distracciones, se sientan solos y vacíos porque no tienen oportunidad para enriquecer su mundo interior.
La importancia de no hacer nada y pasar diariamente algún tiempo acompañados tan solo por el silencio y la calma es algo que en nuestros días se desconoce por completo.
Contrario a lo que creemos, es positivo que los hijos se aburran. Así como es necesario que tengan momentos para jugar y gozar tranquilamente, no menos importante es que los tengan para conocerse.
Cuando un niño tiene espacios para estar tranquilo y sin distracciones ni actividades, tiene la oportunidad de soñar, de desarrollar su creatividad, dar rienda suelta a su imaginación o expresar artísticamente sus inquietudes y sentimientos.
Pero al mantenerlos continuamente ocupados o entretenidos, los estamos preparando para temerle a la quietud e impidiendo que puedan desarrollar su imaginación, escuchar su corazón y cultivar una rica vida interior.
Es inevitable que hoy nuestros hijos tengan más actividades que nunca, pero por eso mismo debemos procurar que también tengan ratos de calma y tranquilidad que les permitan tener el espacio para reflexionar y saber quiénes son y para dónde van.
Es en el silencio y la inactividad a donde los niños tienen oportunidad de alimentar la riqueza de su alma y de alimentar su abundancia espiritual.
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