Las letras empiezan a ponerse pesadas. Las páginas se pasan más despacio. Se hace un último intento. Otras dos, una oportunidad más que de pronto lleve al final. No. Ese libro es abandonado en el último rincón de la biblioteca, hasta que un día, cuando se necesita más espacio, se va. De pronto a otro le pesa menos.
En los derechos del lector de Daniel Pennac, que se han vuelto famosos casi, el tercero dice que está el derecho a no terminar de leer. Los porqué son muchos y cada lector tiene los suyos. No era lo que esperaba. No dice lo que le interesa. Es aburrido. No le gustó.
Tal vez por cada lector haya mínimo un libro pensado para la hoguera. Aunque sea famoso y otros se lo hayan releído. No se puede generalizar. Alguien puede abandonar a un Paulo Coelho, mientras otros dan las gracias. Otros pueden decirle adiós a García Márquez, mientras unos no entienden. ¿Un Nobel? Sí, esos de fama de buenos también se abandonan.
Los mismos escritores dicen no, aunque saben que ellos quieren lo contrario. Jorge Franco, por ejemplo, dejó El sueño del celta de Vargas Llosa "faltando apenas unas 50 páginas, pero no por difícil sino por aburridor. No encontré al gran Vargas Llosa que había leído antes".
Abandonar un libro, seguramente, traerá otros. El problema es cuando va más allá, como le pasó a Ana María Cadavid, la cuentista. Las buenas conciencias de Carlos Fuentes la alejó no del libro sino de la literatura. "Yo estaba muy joven y me metí en lo del Boom... y me cansé, tanto así que no recuerdo el contenido del libro, solo el título y el autor, que fue lo último que leí por muchos años". Estaba joven. Tal vez las circunstancias, que también tienen que ver. Después volvió.
Los libros tienen derecho a olvidarse. O al revés.
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