En la historia política norteamericana de los últimos 70 años no ha sido una excepción la situación política que se ratificó el pasado martes: en las elecciones legislativas que afrontan los presidentes en la mitad de sus mandatos (midterms), y con mayor razón si es el segundo período, el partido contrario toma la mayoría en el Congreso o la acrecienta.
El Senado, para el cual se elegían 36 de sus 100 miembros, y la Cámara de Representantes, que escogía los 435 escaños, tendrán control republicano, tal como preveían todas las encuestas y los mismos candidatos demócratas, que, anticipándose a la debacle, prefirieron que sus campañas fueran patrocinadas por el expresidente Bill Clinton en lugar del propio Obama, cuya presencia, pensaron con acierto, no reportaría más votos.
Pero si por tradición histórica esta no es una situación excepcional, en las actuales condiciones del segundo mandato de Obama sí que representará una agudización de los problemas de gobernabilidad que el presidente demócrata enfrenta desde hace muchos meses.
Si en lo que lleva de mandato la oposición de los republicanos lo ha llevado en dos ocasiones hasta el límite de paralizar la administración pública por el bloqueo a la autorización del presupuesto federal, ahora, con mayoría en las dos cámaras, la situación puede volverse aún más inmanejable e incierta.
No obstante, las primeras declaraciones de los líderes republicanos y de varios de los candidatos electos, si bien hacen énfasis en un "cambio de rumbo", también dejan abiertas las puertas a acuerdos mínimos sobre asuntos de interés nacional. No en vano, a Obama le resta por hacer realidad una de sus promesas más aplazadas y discutidas: la reforma migratoria.
Precisamente por no haber podido adelantar con éxito esta iniciativa, el decisivo voto hispano, según apuntan los estudios electorales, dio la espalda al partido demócrata y al presidente, no tanto para cambiar su voto para depositarlo por los republicanos, sino por haberse abstenido, lo cual permitió que las otras minorías que tradicionalmente apoyan a los conservadores tuvieran mucho más peso en los comicios.
En una democracia tan consolidada como la estadounidense, con un bipartidismo que no muestra señales de tener fecha de caducidad, que actúa con partidos vigorosos en un sistema presidencialista, estas elecciones adquieren inevitablemente un carácter plebiscitario sobre la gestión del Jefe del Estado.
Frente a las esperanzas que despertó Obama, tanto domésticas como externas, sus dos administraciones han parecido más bien grises. Esto a pesar de que recibió el país con una crisis económica profunda, y que hay indicadores en franca recuperación, como el desempleo, que no ha crecido. Pero su liderazgo externo, apuntalado con un prematuro premio Nobel de la Paz apenas comenzaba a gobernar, no ha sido sólido, más allá de sus muy bien elaborados e inspiradores discursos.
Ojalá Obama no se rinda, ni los republicanos asuman su victoria parlamentaria como barra libre a los bloqueos. En los dos años que restan la sensación no puede ser que ya no queda nada por hacer. Porque sí queda. No solo su país, sino el mundo libre, confían en un liderazgo que retome las ilusiones de hace seis años: economía dinámica, empleo, cooperación internacional y fortaleza ante los enemigos de la democracia.
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