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Para acompañar un duelo

29 de mayo de 2009
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Después de mi charla con el padre Nicanor, publicada el sábado pasado, sobre ausencias y presencias, mientras me tomaba un tinto en la cocina con Mariengracia, me comentó ella que al tío le obsesionaba el tema y que le había hecho recortar las columnas en las que hablaba de la muerte. Le pedí que me las mostrara y acabé confeccionando una breve antología de textos que, si no de consuelo podrían servir al menos de acompañamiento a personas conocidas que lloran por estos días separaciones y ausencias.

"Lo que sientes en ese llanto por el ser querido que se ha ido, no es dolor; es ternura. Yo siempre he dicho que la muerte es una forma de ternura. Para quien muere, porque su vida al fin se desgonza definitivamente en las manos de un Dios amoroso, únicas manos que son capaces de recoger los despojos de la ardida existencia de un ser humano. Para los que quedamos, porque la muerte del ser querido rompe los diques de ternuras contenidas que tal vez no fuimos capaces de expresar en vida y se agolpan ahí, en ese momento irreversible. Es una ternura tan honda, que se vuelve tristeza. Y una tristeza tan avasalladora que convierte en ternura".

"Mira lo que está pasando detrás de tu corazón y verás que estás luchando por ensamblar en tu interior dos sentimientos: el de la ausencia y el de la presencia. A la vuelta de los días, pasada la tormenta, vas a encontrar que sí, que es posible la ausente presencia. Y que es tonificadora, enriquecedora. Cuando aceptes la ausencia definitiva, amanecerá también para ti la presencia definitiva".

"No hay consuelos suficientes ni explicaciones válidas para entender una muerte. Si uno busca eso, explicación y consuelo, acaba amargándose. El morir, propio y ajeno, es una ruptura tan honda que cualquier racionalización es casi ofensiva y son a veces ofensivas las palabras mismas de duelo. La separación de un ser querido ocurre en un recinto cerrado de la propia intimidad, inaccesible a los demás. Y es ahí donde, si uno acepta humildemente la condición humana, tarde o temprano brotará una esperanza. No es simple resignación, aceptación de lo inevitable, sino una inédita e inesperada serenidad. No un lago turbio donde florecen los lotos oscuros de la rebeldía, sino las aguas tranquilas de un misterio que se ilumina".

"Dios es un alfarero. Qué bellas sus manos hundidas en la arcilla, moldeándola, acariciándola. Pero ningún alfarero se queda con la vasija moldeada, por más amor que le haya puesto a su arte. Tiene que meterla al fuego. Quemarla. Y él sabe que, una vez horneada, será frágil. Tarde o temprano se quebrará. Mirar la muerte a la luz de Dios es saber que sus manos de alfarero están siempre ahí para recoger los pedazos. A veces puede armarlos de nuevo, reconstruir la vasija. Otras, las más, vuelve a triturar los tiestos y a amasarlos. Eso es la muerte. Entonces es ya alfarería de eternidad? No luches contra la tristeza que deja una muerte. Acéptala y verás que ella misma te enseña que nada es absurdo y que no hay separaciones definitivas. Te lo repito. Creer en Dios es sentir a todas horas sus manos de alfarero. Y esperar que ellas, en la tarde de la vida, recogerán amorosamente nuestra arcilla rota. Arcilla que en sus manos resucita".

El padre Nicanor insinuó una bendición que se quedó dibujada en el aire como una caricia imposible. Cerró los ojos y una vez más, como durante los más de sesenta años de su sacerdocio, se dio cuenta de lo inútiles que son las palabras al hablar de la muerte. Sólo queda el horizonte de Dios.

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