El día empezó mal. Rematadamente mal. Como un presagio apocalíptico, la fina lluvia engulló mi coche en un amasijo de chatarra humeante a la entrada de Madrid. El atasco, de proporciones bíblicas, estaba justificado por un accidente de poca monta en el carril central de la A-1, una de las autopistas que alimentan el caos de la capital. Atrapado, el universo se concentró en aquel pequeño palmo de asfalto como si no hubiera mares ni océanos. Pasaría el resto de mi vida allí, conquistando a trompicones cada palmo de terreno. Apenas había ganado unos centímetros, a costa de mantener enloquecidas las revoluciones del motor y las de mi corazón, cuando caí en la cuenta de que jamás llegaría a tiempo a mi destino. Eran las 08:40 de la mañana y aún debía atravesar La Castellana entera y abandonar el auto en cualquier parte a merced de esas sanguijuelas llamadas agentes de movilidad. Una hora y media como mínimo, dadas las circunstancias. El primer ministro de Moldavia nunca me lo perdonaría.
Cabeceé y prendí la radio. El locutor de cada mañana dibujó el mismo panorama que ayer: el paro subía dos décimas, la prima de riesgo se había disparado otra vez en la sien hasta los 480 puntos, un hijoputa había matado a su mujer y luego se había suicidado en no sé dónde, y la guerra, la sequía y el hambre estaban devastando media África. Pensé en que, de tanto dar malas noticias, a los periodistas se nos pone alma de enterrador y cara de vinagre, y nos pasa a veces como a los médicos, que podemos vivir y contar las salvajadas más cruentas mientras tomamos un gin & tonic o mojamos churros en café. Con el corazón cauterizado por la desdicha ajena.
La lluvia arreció y yo seguía anclado en el mismo kilómetro. Repasé la lista de tareas: la entrevista imposible, presentación de resultados de una petrolera a las diez (en la otra punta de la ciudad), rueda de prensa en el Ministerio de Exteriores a la una, almuerzo exprés con una amiga, recoger a mi hijo Diego del colegio, llevarlo a casa de su abuela, ir a la redacción y dejarme morir frente al monitor hasta las once de la noche. Me imaginé entonces como un esqueleto desnudo, puro hueso, tecleando sin parar con una mueca enloquecida en la mandíbula.
Sin embargo, nada de eso se cumpliría porque, media hora después, seguía encarcelado en mi Toyota. La angustia me invadió al ver a mi hijo con la mirada perdida y la mochila al hombro, esperando en vano mi llegada mientras las hojas de los chopos se suicidaban sin cesar.
-¿Cree que saldremos de esta?-, preguntó el locutor a un entrevistado.
-Lo veo realmente complicado, tenemos poco margen de maniobra-, respondió el experto.
Creí que hablaban de mí.
Sin aire en los pulmones abrí la ventanilla lo justo para que las gotas de agua salpicaran mi cara, sacándome del letargo. La abrí más. El agua recorrió mi brazo y me empapó. Cambié de emisora y empezó a sonar el ritmo funky de "Street Life", de los Crusaders, y luego Calamaro con su rumba. Y me escuché tarareando "voy a quedarme dormido en tu cintura?".
Miré al cielo y vi volar las nubes. Esbocé una sonrisa y agarré el móvil. Con el coche inerte, abrí "El Mundo Today", una página satírica, y comencé a leer los titulares.
"Macroconcierto en Wembley para recaudar fondos para España", rezaba el primero de ellos, con el antetítulo "We are Spain, we are the children". La carcajada se oyó en Lima. Más abajo, leí: "Las Farc liberan a un señor del que nadie se acordaba". Con la siguiente explicación: "Su madre había alquilado su habitación a unos chinos".
Y otro que decía: "Entra en un Starbucks y pide un carajillo", con el subtítulo "luego preguntó si había fichas de dominó". Y no paré de reír. El resto del día fue maravilloso..
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