Un modelo educativo, como sucede con la teoría política, responde siempre a un deber ser. Se educa con base en un propósito determinado, de acuerdo a un telón de fondo que estructura no solo el sistema sino el contenido de lo que se enseña.
De este modo, abrir el debate en torno a la educación es mucho más que remitirse a los montos de financiación: es ir a las entrañas de nuestras metas sociales y vislumbrar los futuros ciudadanos que queremos.
Contrario a la pretensión de cierto sector político colombiano que quiere centrar la discusión en el presupuesto, el país hoy debe preguntarse qué es lo que ha estado fallando en las vísceras de nuestras escuelas.
Estanislao Zuleta afirmaba que el aspecto más crítico de la educación en Colombia era de fondo: la pretensión con la que se había estado impartiendo la enseñanza en el país era formar profesionales autómatas y poco críticos, futuros empleados adaptables al funcionamiento de la empresa.
Con este propósito, los resultados no pueden extrañar ni siquiera a un ingenuo que perciba la cotidianidad y los resultados de las pruebas Pisa: despolitización generalizada en los estudiantes y un deficiente resultado académico.
En consecuencia, poco vale que la cobertura se amplíe y que la financiación se incremente si no se replantea el objetivo mismo del sistema.
La educación, incluso más que presupuesto, requiere afianzar metas que hasta ahora le son ajenas: fomentar una constante crítica, auspiciar la investigación y propender por unos ciudadanos políticamente activos.
Mucho se viene discutiendo en los últimos días acerca del presupuesto para el 2015 en temas de educación. Pocos han recordado lo siguiente: formar ciudadanos no es lo mismo que moldear empleados. En esto último hemos triunfado, pero en lo primero tenemos una deuda histórica.
Las aulas aún siguen esperando las voces de los estudiantes, la pluralidad y el debate, para reemplazar el silencio fantasmal que impera ante la palabra del dogma
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